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Hay frases tan certeras y tan claras que, a falta de imaginación, recurrimos a ellas con frecuencia para entender ciertos fenómenos en el mundo. “Todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces… una vez como tragedia y la otra como farsa”. Así comienza Karl Marx su 18 Brumario de Luis Bonaparte. Una sentencia perfecta que, a fuerza de repetirse, ha visto erosionar su potencia explicativa, convirtiéndose, a golpes de pereza, en un mero lugar común.

Pero hay ocasiones, sin embargo, en las que es inevitable no volver sobre esta frase. El fin de semana pasado leía con admiración El incendio de la mina El Bordo de Yuri Herrera, un apretado libro donde se reconstruye la tragedia ocurrida en Real del Monte, Hidalgo, la mañana del 10 de marzo de 1820. Aquel fatídico día murieron 87 personas; y, no obstante los expedientes judiciales y las notas periodísticas, hasta hoy no ha habido responsable de aquella tragedia.

Las razones de esta impunidad, refiere Herrera, son múltiples. Apuntan a la naturaleza propia de los actores involucrados y a la manera en que se les construyó socialmente. Así, por ejemplo, la vida de las víctimas valía poca cosa pues poca cosa vale la vida de quienes, como aquellos indios y pobres, han de bajar hasta quinientos metros para llevar el pan a casa. Sólo alguien que desprecia la vida —anotó un periodista de la época— podía trabajar en aquellas condiciones.

Las autoridades, por su parte, tan pronto como pudieron exoneraron a la compañía minera. Sus argumentos eran implacables: el maderamen del edificio se encontraba intacto, las tuberías mostraban perfectas condiciones y los cables eléctricos no presentaban fallas. Y lo más importante: de acuerdo con un corresponsal de Excélsior, las autoridades mineras se mostraron comedidas a la hora de las averiguaciones y el rescate. ¿Qué más se necesitaría para descartar su culpabilidad?

Como es de suponerse, jamás se identificó la causa del incendio; o peor aún: se tuvo la insolencia de achacarlo a un trabajador. Se indemnizó a las viudas y a sus hijos ahora huérfanos; y se otorgó a los muertos —¡oh, ironía! — santa sepultura en un terreno propiedad de la compañía minera (que sería dueña de sus almas hasta en la eternidad). También se levantó una anodina placa conmemorativa en el centro de la capital del Estado, que ni siquiera se atrevía a mencionar a los fallecidos.

Todo esto fue en 1920. Y qué fortuna que estos incidentes ya no ocurran; de lo contrario, no serían una farsa: serían dos veces tragedia.

Antonio Nájera Irigoyen


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