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  • Antonio Nájera Irigoyen

En 1943, la suerte de la Francia ocupada era la misma que aquella de la Alemania nazi. Y es que, aunque el gobierno francés descansaba de manera formal sobre las figuras del mariscal Pétain y de Pierre Laval, la realidad es que el régimen se resquebrajaba más y más a medida en que los estadounidenses desembarcaban en Sicilia, los rusos rompían el asedio a Leningrado y los aliados definían su estrategia contra el Japón en la Conferencia de El Cairo. La Francia de Vichy caería apenas un año después, en agosto de 1944.

Entre 1943 y 1944, decía, había en Francia dos facciones bien distinguidas la una de la otra, cuyas diferencias eran tan claras como el despuntar del sol. Por un lado, estaban los colaboradores: políticos, empresarios y ciudadanos todos que, sea por perfidia o cobardía, habían resuelto apoyar al invasor. En el otro lado, se encontraban los resistentes: verdaderos hijos de Francia y, por extensión, obligados defensores de la libertad, la fraternidad y la igualdad. Así era Francia —y así se dividía también el balneario de Vichy: entre patriotas y traidores a la patria. O no.

Porque podía resultar también, desde luego, que las cosas se revelaran harto más complicadas. Y, por ejemplo, hubiera quienes, habiendo colaborado a lo largo de casi cuatro años, intuyendo el fin de Hitler, decidieran voltear bandera y sumarse a la Resistencia. Tal fue el caso —según refiere Paul Morand en su diario— de André-François Poncet, embajador de Vichy en Berlín, que intrigó y se hizo aprehender para recibir clemencia tras la Liberación. A juzgar por otros documentos de la época, mutar de colaborador a resistente al alimón no era del todo inusual.

Curzio Malaparte observó un fenómeno parecido. De visita en Francia apenas terminada la guerra, padeció a intelectuales que no hacían otra cosa que ufanarse de su participación en la Resistencia. Fastidiado, anota Malaparte en su diario: “no aguanto la retórica de la lucha contra los fascistas y los alemanes, y desprecio a quienes han hecho de su participación en esa lucha un oficio lucrativo y su única razón de ser”. Y redondea: “Cada vez estoy más convencido de que prefiero a los verdaderos colaboradores antes que a los falsos resistentes”.

A colaboracionistas llegaron los juicios, las condenas y —cuando fue el caso— la pena capital; los resistentes, por su parte, se cubrieron uniformemente de gloria. La épica sirve para muchos propósitos, pero estorba para advertir cuántos habrán quedado en medio de los unos y los otros. ¿Cuántos habrán pagado pecados ajenos y cuántos más habrán cobrado triunfos inmerecidos?

Antonio Nájera Irigoyen


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