Cultura

Brindis por Paul Morand

  • Vicio Impune
  • Brindis por Paul Morand
  • Antonio Nájera Irigoyen

A mis amigos.

La década de los sesenta fue dura para alguien habituado a ser feliz como el escritor francés Paul Morand. Malhadó varias candidaturas a la Academia Francesa que, a instancias de la propia Quinta República, se resistía a acoger a un colaborador bajo su cúpula. Perdió asimismo, hombre de escasos amigos, al mejor de entrellos, al también escritor Jacques Chardonne. Morand y Chardonne carteaban a diario. Intercambiaron, así, confidencias; y compartieron odios literarios y políticos, sin discriminar entre la izquierda de Jean-Paul Sartre y la derecha de Charles De Gaulle.

Una mañana de finales de mayo —suele suceder— Chardonne murió y Paul Morand ya no tuvo a quien enviar sus misivas. Al día siguiente comenzó un nuevo diario, tras veinte años de agrafia. “Voy a intentar continuar a escribirle —estampó Morand en la primera entrada del cuaderno—, porque escribirse a uno mismo no es más que escribir a nadie”. Y así comenzó un par de manuscritos que comprende de 1968 a 1976 y que se publicaría hasta hace poco bajo el ingenioso título de Diario inútil, luego de una frase de Marivaux.

Los sesenta son, pues, años de melancolía serena y alargada como capitel griego. El vanguardista por excelencia que había sido Morand había ya envejecido. Se encontraba seco de ideas porque era ya incapaz de comprender el mundo en el que vivía. Le fastidiaba, a él que había sido un amante todoterreno, que las parejas se tomaran de la mano; detestaba, él que había sido un transgresor, el mayo francés; temía, aquel cuya vida había estado siempre unida a la velocidad, el paso rápido de sus últimos años.

Morand había desposado unos cincuenta años atrás a una princesa rumana avecindada en París. Para entonces, sin embargo, Hélène Soutzo, quien era una década mayor que su marido, padecía de una pésima salud. Y Morand se vio entonces compelido a cuidar, por primera vez en la vida —él, que nunca ha cuidado siquiera de sí mismo. Hijo único, mimado y talentoso, no se le puede achacar narcisismo pues no hizo sino acatar aquella orden que le dio su padre en sus primeros años: “sé feliz”.

Luego de su muerte, Morand cayó en un olvido producto de sus años como colaborador. Pero este estigma era una verdad a medias —una reputación originada no tanto por los hechos, sino por la prensa de izquierdas. Se defenestró a Paul Morand, ahora podemos saberlo, por no ser todo lo que gusta en Francia: heroico, locuaz y comprometido. Y, no obstante, en él no hubo espacio para la victimización ni el remordimiento porque, como buen francés, sabía que somos lo que podemos y no lo que queremos ser.

Desde hace veinte años se publicaron los dos tomos de estos diarios, y la fama de Morand no ha sino empeorado. Se constata al antisemita y al homofóbico por todos sabido, pero se descubre también —y ahí el gran mérito de este testimonio— al hombre frágil cuya vida se descompone al compás de sus huesos. En una ocasión, el gran Álvaro Mutis mencionó a uno de los biógrafos de Morand que, tras leer sobre su vida, quedan pocas ganas de conocer al autor. A lo que Fogel replicó: “y eso que era peor”.

Pensaba en todo esto durante estos últimos días del año, mientras enviaba y recibía mensajes de mis amigos, donde nos augurábamos, los unos a los otros, salud, dinero y felicidad. Que así sea; pues como advirtió Morand en aquellas páginas: “el camino de la juventud es la vejez”.

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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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