Siento una admiración muy profunda por los analistas políticos que participaron en los enemil programas especiales que se hicieron, tanto en los medios tradicionales como en las redes sociales, la noche del domingo pasado, después del Segundo entre Candidatos a la Presidencia de la República.
¿Por qué? Porque… ¿Qué analizaban? ¡No había nada qué analizar! Este debate, como el primero, no fue un debate. Fue un espectáculo decadente, un requisito burocrático, una burla.
Y a pesar de eso, ahí estaban los pobres analistas haciendo su mejor esfuerzo por no hacer tanto el ridículo, por inventarse interpretaciones esotéricas hasta de los estímulos más absurdos y llenar el tiempo.
Imposible verlos y no detectar que no tenían nada qué decir, o que empezaban a sobreactuarse haciendo como que les daba gusto tal o cual situación a manera de mecanismo de defensa.
Y ni hablemos de los que sólo fueron a jalar agua para sus molinos porque entonces sí no vamos a acabar jamás.
Hubo “rating”, pero no porque se le hayan dado herramientas al pueblo de México para votar más o mejor.
Hubo “rating” porque hubo conflicto, porque hubo fanatismo, porque hubo exactamente lo mismo que hay en los finales dominicales de las telenovelas, en las galas de los “reality shows” o en los grandes partidos de futbol. No nos confundamos.
Lo más triste es que Xóchitl Gálvez no es Niurka, que Claudia Sheinbaum no es Laura Bozzo y que Jorge Álvarez Máynez no es Alfredo Adame.
Qué patético que una herramienta que se diseñó originalmente para fortalecer nuestra democracia haya descendido hasta convertirse en un “talk show” que, evidentemente, tendrá consecuencias.
¿Por qué? Porque gane quien gane la elección, ya no será una figura de respeto. Será “la mentirosa”, “la corrupta” o “el de los memes”.
Y quiero ver a esa presidenta o a ese presidente, en el futuro, tratando de hacer la parte seria de su trabajo mientras lucha por abrirse paso entre todas estas broncas de percepción.
Sugerencia para las televisoras y para las casas generadoras de contenidos digitales: para el tercer debate ya no hagan mesas de análisis con periodistas de la fuente política.
Tráiganse a lo peor del periodismo del corazón, a los más ocurrentes cronistas deportivos y contraten comediantes.
Eso es lo que estos eventos se merecen, no periodismo de análisis. ¡No se quemen!
Y no. No se deje engañar. En este segundo debate ni el formato ni la producción mejoraron. Sólo lo “maquillaron” para ver si caíamos en la trampa, pero fue lo mismo.
¿Cómo es posible que a los candidatos se les pregunte una cosa y respondan otra? ¿Así van a gobernar?
¿Qué podemos pensar de alguien que aspira a ser presidente que no respeta las reglas y se pone a gritar y a hacer payasadas mientras su oponente expone? ¿Así nos va a tratar cuando acudamos a su gobierno?
¿Qué autoridad podemos percibir en un candidato que ni siquiera se atreve a mirar a los ojos a quien lo ataca, a llamarlo por su nombre y a ponerlo en su lugar? ¿Ése es el futuro que nos espera?
¿Y qué me dice de esa aberración de las preguntas videograbadas?
¿Por dónde quiere que empiece a hacerlas pedazos? ¿Por la ausencia de personas con discapacidad, de miembros de la comunidad LGBT o de afrodescendientes?
¿Por su pésima formulación? Porque, perdóneme, cuando una persona llega y pregunta: “¿qué vas a hacer con el calentamiento global?” ¿Qué espera que los candidatos le respondan en 60 segundos?
Ni son superhéroes ni estamos en Miss Universo. Queremos preguntas de verdad, no abstracciones destinadas al entretenimiento colectivo.
O fue muy grave, o muy revelador, que mientras que los candidatos estaban instalados en puras acusaciones durísimas, ninguna pregunta de ningún ciudadano fuera por ese lado.
O al pueblo de México no le importan los grandes temas de los debates, o somos “animalitos ingenuos del bosque” sin convicciones políticas o quienes hicieron las entrevistas fueron a pasearse por todo el país con la consigna de hacer puros sondeos “light”. ¡Qué vergüenza!
Resultó muy grato volver a ver a Adriana Pérez Cañedo y a Alejandro Cacho brillando a nivel nacional y aunque faltó que les permitieran meterse más y decir frases como “eso no fue lo que le pregunté”, sí se notó algo parecido a la autoridad.
Fue entre glorioso y penoso, por ejemplo, ese momento en que Adriana tuvo que “regañar” a Xóchitl Gálvez. Lo tenía que hacer. ¡Para eso están los moderadores! ¡Gracias!
Pero volvemos a lo mismo. Esto estuvo tan mal diseñado que cuando en las mesas de análisis postdebate alguien quería hablar de cualquier cosa, no había manera de que sus compañeros le dieran réplica porque jamás los tres hablaron de lo mismo.
Y ése, se supone, es uno de los objetivos de esta clase de producciones, ¿no? Que el electorado tenga todas las propuestas, las discuta, las compare y tome la mejor decisión. ¡Pero cómo si cada “loco” estuvo con su tema!
Rápidamente hablaré de la producción. La escenografía, pésima. ¿Qué experto en su sano juicio pone una pantalla LED detrás de alguien que está exponiendo? No era teatro. Era televisión.
La iluminación, monstruosa. Una cosa es darle profundidad a las tomas con el recurso de la luz y otra, jugar con las sombras como en escena final de película de terror.
El cronómetro volvió a ser tema. Algo pasaba con el audio que los candidatos no escuchaban bien los nombres de las personas de las preguntas videograbadas.
¿Y qué me dice de algo tan básico como el internet? Forma es fondo.
¿Por qué algo que es tan básico se tiene que volver tan complicado?
¡Qué cómodo que el INE le eche la culpa de todo a los partidos! En estos debates, como en la política, nadie asume la responsabilidad de nada. Por eso estamos como estamos.
¿Ahora entiende cuando le digo que admiro a los analistas políticos de los programas especiales que se hicieron después del debate?
Improvisar análisis cuando no hay con qué debe ser monstruoso.
Verse obligado a decir que alguien ganó en un espectáculo donde todos perdieron debe ser complicadísimo. ¡Mis respetos! ¿O usted qué opina?