Triste. Me siento muy triste porque se acabó Tokio 2020, pero más triste me siento por el tipo de ceremonia de clausura que vimos ayer.
No fueron aquellas pachangas con cientos de atletas bailando ante un estadio lleno de gente eufórica después de cualquier cantidad de musicales y el tradicional número de presentación de la próxima sede olímpica.
Fue un evento “sanitizado”, con pocos atletas, mucha oscuridad, butacas vacías, pocos musicales y la presentación de París 2024, pero a distancia.
Imposible mirar aquello y no sentir tristeza, pero más que por la nostalgia de lo mucho que nos dieron los japoneses, por el hecho de regresar a la pandemia, a la soledad, a la zozobra.
Yo debo ser el hombre más amargado del mundo, pero a mí no me gustan las chiquiflamas olímpicas que hemos visto en los últimos años.
A mí me encanta ver los pebeteros monumentales saliendo de los estadios, ésos que se pueden ver a kilómetros de distancia.
Perdón, pero no sentí nada cuando apagaron la flama olímpica de Tokio 2020.
Para no hacerle el cuento largo, la ceremonia de clausura de estos Juegos Olímpicos no estuvo a la altura de la de inauguración, de las competencias ni del admirable heroísmo del pueblo y de las autoridades de Japón.
Creo que se pudo haber diseñado otro tipo de despedida a lo bestia en tiempos de covid-19. Creo que se pudo haber puesto el acento en lo positivo y en un hecho irrefutable:
Si no hubiéramos estado hablando de Tokio, quién sabe si hubiéramos visto estos Juegos Olímpicos.
Pocas sociedades tienen la fortaleza, la honorabilidad y la tenacidad que tienen los japoneses.
A mí nadie me va a quitar de la cabeza nunca que, si hubiéramos estado hablando de otra ciudad, de otro país, aquello se hubiera cancelado.
¿Ahora entiende cuando le digo que aquello debió haber cerrado en otro tono?
Como que los productores de Tokio 2020 invirtieron tanta energía, tanto tiempo y tanto dinero en lo demás, que llegaron al final de este evento sin la misma creatividad, sin el mismo entusiasmo.
Esto sin considerar los problemas que tuvieron que afrontar: que si la parte sanitaria, que si los horrores psicológicos, que si los ataques en las redes sociales.
Fue un gran logro llegar, pero hay de finales a finales. Y no, no fue bonito que la señal se enlazara a París.
Eso, hoy, lo puede hacer cualquier persona desde su celular. Es incluso hasta grosero considerando lo mucho que sufrieron los japoneses con este evento.
Y no me meto con el mensaje que nos mandaron aquellas multitudes parisinas festejando sin cubrebocas porque entonces sí nos vamos a pelear.
Es que, en serio, ¿se acuerda usted de la presentación de Tokio 2020 en Río 2016?
Fue la cosa más increíble del mundo con Mario Bros emergiendo del subsuelo después de haber perforado nuestro planeta, con montones de personas y recursos tecnológicos que, por culpa de la pandemia, jamás pudimos ver.
Sí es muy feo que la respuesta de París 2024 a esto haya sido una suerte como manifiesto nacionalista, de fiesta con aviones y monumentos que lo mismo se pudo haber utilizado para unas Olimpiadas que, con otro logotipo, para cualquier otra cosa.
Lo dije al principio de los Juegos Olímpicos y lo sostengo: ¡Gracias, Tokio! ¡Gracias por tanto! ¡Jamás te olvidaré! Pero hoy me siento triste. ¿Usted no?