Circunstancias menos extremas que una pandemia han motivado en otro tiempo la transformación de espacios artísticos y otros que de alguna manera tienen que ver con la cultura. Recuerdo un viaje a París en 1994 con la expectativa, entre decenas, de visitar la tumba de Jim Morrison en el cementerio Père Lachaise, que reúne a una élite de figuras gigantes del pensamiento en un sinnúmero de áreas del conocimiento.
Había leído años antes un reportaje extraordinario en Penthouse sobre la muerte del chamán en el que añadían el dato de que dos turistas habían querido robarse el busto que coronaba la lápida. También de principios de los 90 es la gran película sobre el líder de los Doors, dirigida por Oliver Stone con Val Kilmer en grande en el papel principal, que lleva como imagen final precisamente el mausoleo pintarrajeado, rodeado de cigarros, pomos y recados.
Fue grandioso estar frente a la tumba de Jim, solo estrictos cinco minutos por disposición del gigante negro que vigilaba esa atracción turística, pero el mausoleo había desaparecido por un segundo intento de robo, con lo que se quedó a medias una de mis expectativas de aquella primera incursión a París, donde también pude estar a mínima distancia, en el museo del Louvre, frente a La Gioconda y la Venus de Milo.
El regreso a Francia en este siglo, hace unos pocos años, tuvo la sorpresa de una Mona Lisa ya apartada del espectador y multitudes propias de verano apiñadas a su alrededor. Caso similar al que ocupa ahora a un consorcio internacional de científicos que busca proteger el cuadro El grito (1910), de Edvard Munch, no de la luz sino de la saliva que accidentalmente deposita el público que admira esa obra maestra.
The Guardian ha informado que este año el Museo Munch de Oslo se mudará a un nuevo edificio, en el Teatro de la Ópera, en el que se tomarán medidas como evitar la humedad, cuidar la luz y cerrar toda posibilidad de que el aliento de los aficionados al arte alcance las pinceladas del genio noruego.
@acvilleda