En 1995, el artista chino Ai Weiwei rompió una urna de la dinastía Han. El acto fue registrado en una serie de tres fotografías en blanco y negro. El artista, supongo, pone en juego la tensión que el objeto de arte provoca entre el valor comercial y la preservación histórica.
Las fotos de Ai Weiwei destrozando la pieza se han montado en museos de todo el mundo junto a 16 jarrones del mismo periodo intervenidos con pintura.
Digamos, por hacer una comparación burda, que es como si un artista rompiera vasijas del periodo clásico de Teotihuacán, y pintara esas figurillas que generalmente vemos tras vitrinas en museos de sitios arqueológicos.
Al final, el artista busca provocar al crítico y hacernos pensar sobre algo que él o nosotros creemos importante: lo simbólico que depositamos en ciertos objetos, y que puede estar relacionado con ideas no muy claras sobre la Historia, la Patria , la Tradición y otras fantasías que le dan sentido a nuestras de por sí desahuciadas existencias.
La obra de Weiwei generó simultáneamente aplausos por su iconoclasia y condenas por su gratuita radicalidad y por representar un ataque directo a quienes se toman muy en serio los jarrones milenarios.
El caso es que, en 2014, mientras la obra se exhibía en el Pérez Art Museum de Miami, Máximo Caminero, un artista de origen dominicano, tomó uno de los jarrones (valuado ahora en 1 millón de dólares) y lo arrojó al piso. Fue arrestado. Dijo haberlo hecho provocado por la propia obra, pero también en protesta por todos esos artistas que no logran llegar a los museos de su localidad, los cuales prefieren gastar millones en artistas extranjeros que promover talento local.
Esto, supongo, debe sonar familiar en cualquier lado. ¿No?
@eljalf
