Madurar es ceder los sueños. La juventud se diluye cuando ese sueño de llenar estadios se convierte en una cuenta que pagar o en el impulso de comprarse un reloj caro o un bolso de diseñador.
Crecer es sacrificar los sueños para lograr eso que se dice es la estabilidad: el acomodarse en un lugar seguro y silencioso: engranarse en una maquinaria siempre al servicio de un poder mayor.
Sin embargo, ahora más que nunca, vivimos bombardeados por mensajes que nos impulsan a cumplir lo que soñamos y deseamos, a viajar, a dejarnos llevar por nuestros impulsos pues la vida es ahora y es corta.
No hay mañana: salta en paracaídas, conviértete en escritor, empieza a pintar, no es tarde para aprender a tocar el piano o tomar clases de salsa.
No importa nada más que la satisfacción de un anhelo que nos mantenga en la tibieza del ahora y en la idea de un futuro que de pronto se vuelve brillante nomás de pensarlo y decretarlo.
Supongo que es fácil pensar así cuando la vida se resuelve por sí sola, cuando el esfuerzo individual en realidad es el resultado de una conexión ancestral con la riqueza. Qué paradójico que junto a la triste tendencia de Rosa Pastel, en la que jóvenes mexicanos muestran el desmoronamiento de sus sueños en un mundo que jamás será justo, se ponga de moda la estética del dinero ancestral –old money y un estilo de vida que ni siquiera quienes presumen tener alcanzan a otear–, en el contexto del encumbramiento de corridos que cantan un estilo de vida desfachatado por inalcanzable: supongo que el paroxismo de la depredación capitalista y de un sistema corrompido es tener a la clase trabajadora cantando el sueño de riqueza de otros aceptando que el único modo de lograrlo es la ilegalidad y la imposición de la voluntad propia cueste lo que cueste.