En la Edad Media, objetos comunes y corrientes podían adquirir santidad por contacto: un pedazo de madera cualquiera adquiría el estatus de reliquia si se ponía en contacto con alguno de los maderos en los que supuestamente murió Cristo. Lo mismo pasaba con objetos que entraban en contacto con los restos de apóstoles, o con sus ropas u objetos personales. La santidad era una fuerza que se irradiaba y, en un acto de fe, era capaz de contagiar de la esencia de los elegidos a objetos y personas comunes y corrientes.
Este fenómeno también sucedió en el mundo secular, con científicos y artistas; como si el aura del genio se pudiera preservar en los objetos que éste usó o poseyó, e incluso en sus restos mortales. Muchas veces, las tumbas de famosos filósofos o artistas eran robadas para vender sus huesos a coleccionistas. Sus cráneos, por ejemplo, eran “desarmados” mediante técnicas más o menos efectivas, para obtener más piezas con las que lucrar. Ésta, por ejemplo, fue una de las razones por las que, en algunas regiones, el saqueo de tumbas fuera penado con la muerte, y que se instauraran salones de maravillas “oficiales” (estilos de primigenios museos) que autentificaban lo que exhibían. Supongo que un frasco de tinta que estuvo en el escritorio de Descartes mantiene, a través de los siglos, algo de su maravilloso genio. A mí me resulta interesante cómo esta idea permeó hasta la política y la cultura contemporáneas. Heredada de la conceptualización divina de los reyes, aún hoy se cree que la cercanía con “el bueno” dispensa algo de su poder, de su pureza moral e inteligencia. Y, como en la Edad Media, el contacto debe mostrarse en una vitrina y, llegado su momento, lucrar con él.
Alfonso Valencia
@eljalf