Podemos encontrar paz en cosas minúsculas. De hecho, se cree que es ahí, en lo minúsculo, donde radican la felicidad y la tranquilidad: el mar, la naturaleza, la contemplación. Yo pienso, por ejemplo, en despertar en un claro del bosque, rodeado de perros amistosos. Y también en una tarde tranquila viendo morir el día por la ventana.
En ambos ejemplos, que son honestos y, por lo tanto, rayanos en el lugar común, está presente la muerte. Es decir: no su efigie terrible, sino su esencia: el claro del bosque es la ausencia de árboles, un círculo -natural o artificial- que surge del sacrificio, de la ausencia, y los perros amistosos son, lo sabemos, el resultado del sacrificio de generaciones de especies salvajes que no siempre se llevaron bien con la nuestra. En el segundo ejemplo es explícita la metáfora de la muerte del día, y es más clara la idea de la muerte como algo relacionado con un cierto orden natural: la impermanencia. Si nos pusiéramos a pensar en las cosas que deseamos, en los momentos que consideramos idóneos para nuestra paz y beneficio, encontraríamos que implican el necesario sacrificio que no siempre es personal, sino que muchas veces se lleva a cabo desde el pasado, de manera sistemática: una historia de generaciones sobre la que se fundan nuestras riquezas y posibilidades de ver el mundo con esperanza. Todo privilegio implica el silencioso sacrificio ya sea de un árbol, de un animal, del tiempo o de la vida de otros cuyos nombres no conoceremos jamás. Y no creo que estar al tanto de este modo de funcionar del mundo signifique la iluminación personal, o la mejora de nuestras personas. De nada sirve agradecer cuando la suerte ya está echada. Sin embargo, creo que es posible restituir algo desde nuestras limitadas posibilidades. Ser buenos no basta. En todo caso, es necesaria una bondad radical que restituya de origen la vida, desde nuestros propios sacrificios.
Alfonso Valencia
@eljalf