
Hoy, con su queridos hijos Juan Ignacio, Susana y Gabriela, con sus nietos Antonio, Mariana, Sofia, Ximena, Karina, y sus bisnietos Sabina, Pablo y Juliana, despedimos a un gigante: al maestro Ignacio López Tarso.
Querido maestro, nos hizo creer que era inmortal. Este mismo recinto, el Palacio de Bellas Artes, no había sido siquiera inaugurado cuando usted vio la luz por primera vez. Quizá, a sus nueve años, haya sido testigo de su apertura o haya imaginado actuar aquí.
Pero no solo importa esa extraordinaria cualidad de preservar la vida, sino de hacerlo con dignidad, con lucidez y honrando cada día ese camino que decidió desde pequeño: el camino del artista. Hasta su último día estuvo usted en una marquesina de un teatro.
Camino que buscó con un empeño tal que en algún momento prefirió el encierro –como Sor Juana— para continuar con sus estudios. Ya sea como seminarista, en el servicio militar o como migrante: experiencias que seguramente le dieron esa magnifica capacidad de interpretarlo todo.
Fue usted testigo total: pasaron las épocas y estaba siempre presente con esa voz única que los mexicanos guardaremos en la memoria, como un pasaje directo a la escena artística, al teatro, a las pantallas.
Como ningún otro, usted representa la grandeza del arte actoral mexicano del siglo XX.
Último integrante de una generación dorada que encumbró al teatro mexicano con la riqueza de su repertorio; desde los clásicos griegos, su inolvidable Rey Lear, hasta Valle Inclán y clásicos contemporáneos. Llena ahora el escenario celestial con sus maestros Villaurrutia, Novo, y con sus compañeros, otros grandes: Dolores del Río, María Félix, Ignacio Retes, José Solé, Carmen Montejo, Ofelia Guilmain, José Gálvez, Mercedes Pascual y muchos más actores y actrices, muchos de ellos compañeros suyos en la Escuela de Arte Dramático del Instituto Nacional de Bellas Artes.
Su rostro es un ícono de las pantallas y de los escenarios. Generaciones lo recordaremos por Macario, la primera película mexicana nominada al Oscar, obra maestra de Roberto Gavaldón. Quedará siempre en la memoria El hombre de papel, que retrató la crueldad de la pobreza al igual que en La vida inútil de Pito Pérez. O la magistral actuación en Nazarín de Buñuel, y la melancolía del amor imposible de un hombre justo en Días de otoño, filme que retrató su amada Ciudad de México.
Su compromiso como intérprete abarcó una variedad enorme de personajes de la vida mexicana. Muchas de sus películas sumaron a las causas populares y sociales, como su trabajo con el pueblo rarámuri en Tarahumara o el filme sobre la expropiación petrolera La rosa blanca, que fue censurado. Lo mismo que La sombra del caudillo, una de las grandes películas de nuestra historia.
Inolvidable una de sus últimas actuaciones en el Festival Internacional Cervantino, con El caballero de la triste figura, en el Teatro Cervantes.
Nunca olvidaré cuando llegó a las Grutas de Cacahuamilpa, en Taxco, Guerrero, y caminamos ese largo trayecto como un jovencito para hacer una lectura dramatizada.
Hoy, maestro, lo despedimos aquí, en el máximo recinto para las artes en México, el Palacio de Bellas Artes, el lugar donde como un joven estudiante debutó con El sueño de una noche de verano, de William Shakespeare, y luego donde inició su inmortal carrera profesional con Nacida ayer, de Garson Kanin.
Imagino ahora a Gabriel Figueroa esperándolo con su cámara para darle un abrazo.
Hoy así inicia su eterno papel: el del actor para siempre.
Todos los aplausos para usted, maestro inmortal.
*SECRETARIA DE CULTURA