En Puebla, la gente ya no pide milagros, sino sólo quiere que haya agua cuando abre la llave, que las calles no parezcan campo de batalla con tantos baches, que alumbre una lámpara en la noche y que caminar por la ciudad no sea un volado con la delincuencia. Cuatro cosas. No suena complicado. Y cada día, en los noticieros de radio y televisión que dirijo, se confirma que esos cuatro pendientes siguen sin resolverse.
De todos, el más sensible (el que enciende protestas, bloqueos y hartazgos) es el del agua. No es para menos ya que en la zona metropolitana, el desabasto, las fugas, o el servicio a cuentagotas se han vuelto parte de la vida cotidiana de los poblanos. Y aunque el gobierno estatal paga el costo político, la realidad es que el suministro depende de una concesionaria privada: Agua de Puebla.
Desde que era candidato, Alejandro Armenta se subió al tema, prometió “poner orden” en la empresa y una vez en Casa Aguayo, dijo que lo haría prioridad. En su informe por los primeros 100 días de gobierno, anunció acuerdos, compromisos, nuevas reglas. Y como muestra de que hablaba en serio, desde inicios de año salió Héctor Durán de la dirección general y entró Jordi Bosch, un perfil técnico con experiencia en tormentas hidráulicas (y políticas).
Tres meses después, parece que algo comienza a moverse. Bosch, lejos del escritorio, ha optado por embarrarse los zapatos. Ahí está el ejemplo de hace unos días donde vecinos furiosos por la falta de agua cerraron la 11 Sur. ¿Y quién llegó? El director, en persona. Sin asesores, sin protocolo. Escuchó. Respondió. Tomó nota.
No resuelve el problema de fondo. Pero es un cambio de tono. Y en una ciudad donde el agua escasea y la paciencia también, eso ya es mucho decir.
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Los operativos comenzaron contra tiendas asiáticas por mercancía sospechosa. Pero al rascarle, sueldos por debajo del mínimo, horarios extensos, falta de seguridad social, contratos laborales inexistentes y muchas otras anomalías, no son exclusivas de otro continente. Es decir, el problema no es el país de origen sino también la costumbre mexicana de explotar sin mirar bandera. Porque si seguimos escarbando, más de un negocio local se verá reflejado. El pecado no es importar, es normalizar lo que ya sabemos que está mal.