
“Me obsesiona la posibilidad de diseñar la página perfecta. Aunque también tengo claro que es algo inalcanzable e inútil: en todo caso, no basta con una página perfecta. Tendrían que ser 112, 208 o 304 las páginas perfectas. Y ahí emergen de nuevo las dudas: ¿ese conjunto de 112, 208 o 304 páginas perfectas formarían el libro perfecto? No estoy seguro”.
Avelino Sordo ensaya alcanzar un tipo de perfección en cada libro en el que trabaja como editor, lo que supone emplearse a fondo en cada página, cada párrafo, cada frase, cada detalle. “Me ha pasado que colegas llegan y me ven obsesionado peleando con una “viuda” o con una “huérfana” (términos técnicos para referir problemas de maquetación relacionados con el flujo de texto de una página). “Me señalan que he pasado demasiado tiempo en lo mismo, me dicen que lo deje así, que esos detalles no son cruciales. Pero para mí cada libro que me encargan es como si yo lo hubiera escrito, y lo tengo que dejar lo mejor posible”.
Avelino es editor, es decir, alguien que cuida las palabras ajenas como si fueran propias. Su trabajo permite que el texto fluya y que la lectura sea una experiencia placentera. En su opinión, parte de su arte implica pasar desapercibido: “La verdadera edición es invisible; el lector no debe notar la mano del editor, solo disfrutar de la obra. El trabajo del diseñador editorial es un oficio humilde. Posee el glamur que puede tener el oficio de zapatero o, mejor aún, el de plomero. No más, no menos. Uno se da cuenta cuando trató con un buen plomero: su trabajo es invisible, el agua fluye silenciosa por las paredes, los techos, los suelos de nuestra casa. Y si algo hizo mal, la gota que cae inclemente sobre nuestra cabeza. El plomero y el diseñador editorial deben habitar en el olvido. Ese es su espacio, su lugar natural, su ecosistema. Así, una aproximación a la página perfecta es cuando nos podemos enfrentar al placer de la lectura sin notar la mano de quien la compuso. Tal es nuestro premio. No necesitamos más”.
Hay una extraña generosidad en este oficio de minucia y amor al detalle que presupone la ingratitud de muchos lectores, que no se preguntarán demasiado sobre los arquitectos detrás de cada libro que disfrutan (el trabajo editorial es un trabajo colectivo, no individual, remarca Avelino). Sin embargo, un editor no es un intermediario pasivo entre el lector y su libro, sino también un tipo de creador que ayuda a dar forma al legado cultural, en tanto que sus decisiones influyen en cómo se perciben los movimientos literarios y las épocas que los producen: sin editores, muchos de los textos que hoy consideramos fundamentales se habrían perdido o no habrían alcanzado su forma definitiva.
Para aprender el oficio, Avelino tuvo dos poderosas influencias: “tuve dos universidades, donde conocí-aprendí-aprehendí el oficio de hacer libros. Y las dos son de presumir, de las chingonas. Una fue la Universidad Martí Soler y la otra, la Universidad Elías Ortiz Monzón. La primera, con una visión humanista, consistió en una muy intensa experiencia a lo largo de los años que Martí vivió en Guadalajara, cuyas tardes acostumbraba a pasarlas en mi oficina, trabajando, platicando, viviendo. La segunda fue más extensa en tiempo y el aprendizaje fue más técnico, pero igual fue una muy intensa y enriquecedora experiencia donde exploré y conocí los secretos del arte de imprimir —en realidad hacer—libros. Y en los dos casos, el aprendizaje no se limitaba a nuestro intercambio natural sobre las jornadas de trabajo, sino se extendía más allá a nuestras pláticas mientras comíamos, tomábamos un café o cualquier cosa. En mis universidades, el proceso enseñanza-aprendizaje era de tiempo completo y a todas horas. Y estoy absolutamente consciente de que fui privilegiado”.
Sobre los hombros de esos maestros, Avelino edita su propia historia. Pondré un ejemplo de su trabajo: dirigió la reedición de “La Cuadrícula”, un libro en que el arquitecto Eduardo López Moreno estudia la evolución de la traza urbana de Guadalajara desde su fundación en 1542 hasta 1935 (culmina en este punto porque en los años cuarenta la urbanización acelerada desbordó la cuadrícula o trama ortogonal inicial, que era característica de ciudades coloniales de América Latina, incluyendo Guadalajara). Avelino se empeñó en que debía ser un libro cuadrado (por la cuadrícula) para que el lector pueda ver el mapa de la ciudad en la misma escala, y descubrir cómo se extiende calle a calle, barrio a barrio, a lo largo de cuatro siglos. La proeza del estudio se encontró con la hazaña de la edición. De eso se trata.
El trabajo de Avelino es un arte que exige humildad y ambición en partes iguales: humilde para desaparecer en cada página, ambicioso para asegurarse de que cada libro sea una obra capaz de resistir al tiempo. En cierto modo, esta tensión define nuestra esencia: somos una mezcla de lo que se desvanece y lo que insiste en permanecer.