En la mitología griega, Dédalo fue un inventor cuyo destino estuvo marcado por la ironía. Una de sus tragedias fue tener que utilizar su ingenio para apaciguar los caprichos de los poderosos, como en el caso de la princesa Pasifae, quien se enamoró de un toro blanco —de naturaleza divina— y solicitó a Dédalo crear un método para unirse al animal. El inventor ensambló un armazón de madera y lo recubrió con la piel de una vaca; dispuso una compuerta posterior para permitir a Pasifae ingresar a la estructura y así tuvo lugar el peculiar encuentro amoroso. De esa relación nació el Minotauro. El destino, cuya lógica es la paradoja, llevaría a que a Dédalo se le encargara más adelante la tarea de construir una cárcel para encerrarlo. Dédalo concibió una prisión sin barrotes: el laberinto. Lo construyó en una isla y de una manera tan intrincada que ni él mismo podía descifrar la salida.

Cuando el Rey Minos tuvo un desencuentro con Dédalo, los vaivenes de la ironía hicieron que el tirano eligiera el laberinto como prisión para el inventor y para su hijo Ícaro. Sabiendo que era imposible encontrar la salida, Dédalo tramó un nuevo invento. Engañó a los guardias para obtener plumas de pájaro y algo de cera, con los que construyó dos pares de alas. Previsor por costumbre, Dédalo calculó que dos cosas podían estropear su plan de escapar volando del laberinto: si en su huida se elevaban demasiado, los rayos del sol derretirían la cera, provocando el inevitable desplome; por otro lado, si se acercaban mucho al mar, la espuma mojaría las plumas, volviéndolas pesadas para volar. Padre e hijo debían mantener una altura media hasta llegar a las costas vecinas y recuperar su libertad. El mito cuenta que Ícaro quiso alcanzar el sol, y que al elevarse por encima de las nubes, sus alas se despegaron. El infausto muchacho cayó y el mar lo devoró de un solo bocado. Dédalo logró pisar tierra; era libre, pero había visto morir a su hijo, y su dolor fue inmenso. Tarde y con amargura, Dédalo comprendió que en sus cálculos olvidó la variable más importante: la intransigencia de la pasión humana.
Este inventor griego, trágico e irónico, es un ejemplo de lo que ocurre cuando alguien deposita ciegamente sus esperanzas en la técnica. Sus creaciones pueden provocar inesperadas pérdidas, y al final, se fracasa en la tentativa de lograr la felicidad. Cada vez que una persona se lastima o sufre un accidente en el que se involucra una máquina, se repite el horror de Dédalo.