
“Lo sabemos todo y no podemos nada”, escribió Marina Garcés en Nueva ilustración radical. Con esta amarga ironía, colocó al “analfabetismo ilustrado” como el verdadero rostro del oscurantismo contemporáneo. Y es que hoy en día la humanidad tiene acceso, como nunca antes, a diversas fuentes de información y conocimiento; sin embargo, gran parte de las personas prefieren vivir encerradas en sus credulidades y delegar a otros la responsabilidad de pensar por sí mismas.
En acuerdo con Garcés, esta capitulación de la autonomía intelectual se debe a que el ser humano contemporáneo enfrenta múltiples mecanismos de neutralización de la crítica, tales como la sobreinformación, la especialización, la estandarización de la producción cognitiva, la interpasividad —simular actividad para ocultar nuestra pasividad, como al descargar o guardar libros que nunca leeremos— y el solucionismo tecnológico —una ideología que pretende abordar cualquier situación social compleja a partir de definiciones claras para darles soluciones definitivas, de la que Silicon Valley es la máxima representante—. Para la autora, estas formas de desactivación de la crítica hacen más fácil que nos sometamos a una credulidad voluntaria. Siguiendo su idea, podemos afirmar que hoy enfrentamos un autoritarismo silencioso, que actúa con la forma de un gran consenso anti-ilustrado.
¿Cómo llegamos a este punto? Garcés considera que buena parte del problema se debe a un desacoplamiento entre el saber y el poder. Por un lado, el poder ya no requiere del saber para legitimarse; por el otro, el saber se desprestigió: somos escépticos respecto a la idea de que saber más nos hace mejores personas, más felices o más buenos. Esta decepción frente al conocimiento tiene su propia historia. Me limito a recordar que, por una parte, hemos descubierto que cuando el conocimiento hace alianza con el poder, tiende a justificarlo y a perfeccionar las formas de dominación; por otro lado, hay que reconocer que cuando el saber renuncia al poder, se vuelve inútil: pierde su perspectiva política y su misión de contribuir a aliviar los dolores que afligen a la humanidad. Así las cosas, parece que tenemos que elegir entre la locura de un poder ciego o el desconsuelo de un saber impotente.
Para salir del laberinto, la filósofa propone tirar del hilo más delicado del proyecto ilustrado. Garcés recuerda que en la Enciclopedia francesa se entendía al crítico como alguien que debe “convencer al espíritu humano de su debilidad, con tal de que pueda emplear útilmente la poca fuerza que derrocha en vano”. Muy lejos de la soberbia que asociamos a la razón moderna, quienes encabezaron la tentativa ilustrada apostaron por una crítica que partía del reconocimiento de las insuficiencias humanas y de la conciencia de nuestros límites, no de la confianza absoluta en la razón. Esta concepción del movimiento ilustrado fue olvidada en favor del relato racionalista dominante de la modernidad europea, lo que provocó la pérdida de una parte muy importante de su carácter emancipatorio.
Siguiendo el espíritu de las ideas de Garcés, considero que vivimos un buen momento para conformar una nueva alianza entre la ilustración, la ironía y la alegría, con el fin de combatir con gozo las credulidades que nos colonizan. Imagino un archipiélago de mentes críticas que, animadas por una jovial actitud de ironismo ilustrado, apuesten por la belleza de la razón y por una conciencia irónica que impida violentar las esperanzas que vacilan en el corazón humano. “Reír y decir la verdad”, como decía Epicuro, es mi esperanza de una nueva ilustración radical.