
Bertrán de Born fue un soldado, aventurero y trovador, que estuvo acusado de ser uno de los instigadores del conflicto entre Enrique, el Joven, y su padre Enrique II. Esta ruptura familiar y política desencadenó una guerra. Por su fama de promover la desunión, en La Divina Comedia Dante Alighieri incorporó a Born en el octavo círculo del infierno, en la Novena Bolsa Maldita, destinada a los sembradores de discordia. El poeta narra que el castigo para los confinados en ese sitio empieza por sufrir el terrible dolor de ser partidos por la espada por unos demonios; al cerrarse las heridas de las víctimas, de nuevo son tajados por los diablos. En medio de este horror, la imagen de Bertrán de Born estremece: se presenta ante Dante sosteniendo del cabello su propia cabeza decapitada, misma que extiende hacia el poeta para que pueda escuchar su lamento: “Por separar lo unido y aledaño // llevo yo separado mi cerebro // de lo que fue su asiento y vida antaño…”.
Recupero esta escalofriante imagen por su maligna belleza y significado. Dante estuvo al servicio del cristianismo y de la Iglesia y les ofreció su mejor cualidad: el gran poder de su imaginación. Antes del poeta, el sufrimiento en el infierno era eterno, pero indistinto. Después de la Divina Comedia, el castigo de los pecados adquirió un cariz personal e irónico: los ladrones purgan sus delitos en un foso de serpientes taimadas y traicioneras, como ellos mismos; los lujuriosos son arrastrados por un remolino violento e incansable, como su deseo carnal; los hipócritas caminan llevando a cuestas una capa dorada que pesa como el plomo, lo que les recuerda sus melifluas palabras y castiga su doblez; los asesinos son achicharrados en un río color púrpura por haber derramado sangre con sus crímenes; por pretender ver demasiado adelante, los adivinos caminan con la cabeza volteada hacia atrás; los ignavos —nombrados así por Dante por no tomar partido frente a muchas situaciones que lo exigían— sufren un castigo irónico: permanecen en el anteinfierno, pues si no eligieron su lugar en la tierra, tampoco lo tendrán en el averno.
La imaginación irónica de Dante influenció a escritores y artistas; también a los jueces de la Santa Inquisición, quienes, aunque prohibieron la lectura del poeta florentino, incorporaron su creatividad a las torturas: la pera, por ejemplo, fue un instrumento que se introducía por la boca de los predicadores herejes, por la vagina de las mujeres acusadas de sostener relaciones con satanás, o por el ano de hombres culpados de homosexualidad. Girando un tornillo, la pera se expandía, causando desgarramientos, hemorragias y una muerte dolorosa.
En el plano de la política, Nicolás Maquiavelo, otro eminente florentino, retomó la lógica de Dante. Para Maquiavelo un buen gobernante podía incurrir en grandes pecados, como engañar, traicionar, robar o matar, siempre y cuando su objetivo fuera mantener el bienestar de su principado. Su recomendación no era actuar de estas maneras, solo reconocía que, en última instancia, un buen gobernante no era necesariamente una buena persona —y viceversa—. Por tanto, un Príncipe, como hombre de Estado, debería estar dispuesto a condenarse al infierno antes que permitir que su patria se convierta en un infierno en la tierra, agobiada por la desunión, la inseguridad y la zozobra. Es una ironía dantesca que pecar por necesidad del bien común conduzca a las peores transgresiones personales. Sin embargo, es un hecho que la sensibilidad ética y la razón política están en guerra desde siempre.
Esa es la miseria de Bertrán de Born. Su imagen representa al político que debe vagar por las sombras con la cabeza separada de su pecho, con el corazón y el pensamiento distanciados por la eternidad.