¡El Relojero!
11:03. Deambulo por el centro. Mi reloj se ha detenido a las 12:07. Reviso la hora en mi celular: son las once con tres minutos. Busco en Google Maps la relojería más cercana. Camino hacia Tiffany, una tienda en calle Ocampo.
11:14. Llego al establecimiento. Hay una pequeña fila de personas. Mientras espero mi turno, veo estanterías repletas de todo tipo de relojes: mecánicos, digitales, de cuarzo, automáticos, de pulsera y de bolsillo; también hay cronógrafos, smartwatches, despertadores y cucús; los hay deportivos, minimalistas, casuales, de vestir, y a la moda. Contemplo con curiosidad los engranajes visibles, las esferas brillantes, los cristales curvados, los números romanos, los LED azules. Es inquietante este paisaje: al ver al tiempo de frente, se puede sentir que es el tiempo quien te observa con sus mil ojos.
11:21. El relojero es un hombre mayor de ojos azules y manos expertas. Se llama Daniel Sánchez Sahagún. Desde hace medio siglo, este ha sido su local. Ingeniero civil de profesión, es originario de Mexicaltzingo, de una época en que se peleaban con los de Analco y que el tren pasaba por Colón. Aprendió el oficio de su padre, también relojero, quien lo hacía “jugar” a desarmar relojes desde que era pequeño. Dice que eso es lo que más le gusta de su trabajo: descubrir por sí mismo las entrañas de los mecanismos, memorizar el lugar exacto de cada tornillo, de cada engranaje o circuito. Después, revisar con minucia para descubrir la falla y determinar un diagnóstico. Entonces proceder a repararlo. Hay casos en los que ya no se puede, pero su filosofía es que: “hay relojes que ya dieron lo que tenían que dar y hay que dejarlos descansar”.
11:27. Don Daniel utiliza sus herramientas con la velocidad que solo dan los años. Cambia la pila de mi reloj y me dice: “mírelo, ya reaccionó, ya anda pataleando”. Es verdad. La manecilla del segundero reaccionó, y como si despertara de un sueño profundo, tras un par de pasos indecisos, comenzó su agitada carrera alrededor de la esfera. Cada zancada parecía un latido apurado, como si el tiempo se hubiera dado cuenta —de pronto— de que llegaba tarde a sí mismo.
11:48. Mientras platico con Don Daniel, las personas no dejan de entrar a la tienda. Les veo fascinadas con la variedad de opciones. Una señora pide un reloj que tiene en el fondo una flor. Sale y regresa para pedir que se lo cambien por uno totalmente blanco. Se va y regresa de nuevo para elegir otro modelo. Esa señora, que cada vez elige algo distinto, es como un bucle de tiempo. Supongo que este tipo de fenómenos ocurren con más frecuencia en las relojerías.
11:51. Le digo a Don Daniel que me deje quedarme a escuchar los relojes sonar a las 12 del día en su tienda. Él acepta de buen gusto y de paso me enseña un reloj cucú que él mismo reparó y que está valuado en treinta mil pesos. Mueve la manecilla para que yo vea el espectáculo: el pájaro sale con decisión, como un actor que aún guarda el fervor de su primera función, y grita su “¡cucú!” con entonación orgullosa. Después de su canto, se escucha una cancioncilla que hace que unos pequeños muñecos vestidos de campesinos alemanes bailen con mucha gracia.
11:59. Suenan las campanas de la Catedral. En la tienda una inigualable orquesta de relojes está a punto de hacer sonar una sinfonía que no se repite nunca, pues depende del elenco cambiante de relojes —los que hoy están, los que ayer se llevaron, los que mañana llegarán—. En un mismo instante, concurrirán media docena de pájaros, de campanas, de martillos y melodías. Espero con expectación.
12:00. Todo comienza con el bip de un reloj digital, como una avalancha inicia por la caída de un poco de nieve. Luego, un cucú salta de su escondite de madera y grita con voz de muelle tenso; otro lo sigue con un tono más grave, más viejo. Le responde una campanilla aguda, un timbre, un péndulo que golpea con solemnidad, como si dictara sentencia. Las melodías no se ordenan: se enciman, se tropiezan, se ignoran. Cada reloj parece tocar su parte sin preocuparse por los demás. Y sin embargo, el resultado es una forma extraña de armonía: una coreografía involuntaria donde todo coincide. Es hermoso ese desorden sagrado. Después, vuelve el silencio.
12:03. Me despido de Don Daniel. Prometo traerle el periódico el próximo lunes, para que lea mi texto sobre su tienda. Salgo y siento algo extraño, como si algo de mí hubiera quedado atrapado en esos engranajes.
12:07. Deambulo por el centro. Mi reloj marca las 12:07. Reviso la hora en mi celular: son las once con tres minutos.
