
Odiseo es considerado como un héroe por la mitología griega. Sin embargo, cuando leemos su historia descubrimos que “el paciente y noble Odiseo” —con esas palabras se le describe— sembró dolor y venganza en sus cuantiosas peripecias. Para empezar, abandonó a su familia en Ítaca y dejó a su hijo sin su padre, a su esposa sin su marido, a su madre sin su hijo y al reino sin su rey, todo esto para pelear una guerra ajena. Desde la perspectiva de los troyanos, Odiseo llevó la ruina a su ciudad y a traición acabó la guerra con el truco del caballo de madera. Es verdad que Odiseo sufrió la furia de Poseidón, pero fue resultado de su vanidad y de sus injurias hacia los dioses. En la ciudad de Ísmaro, Odiseo saqueó a la tribu de los cicones, mató a los hombres, tomó a sus esposas como trofeos y se quedó con sus riquezas. Mientras el cíclope, Polifemo, dormía, Odiseo aprovechó para clavarle una lanza en su único ojo. También intentó decapitar a su propio aliado, Euríloco, cuando sugirió que Odiseo fue responsable de la muerte de sus compañeros. Odiseo fue un amante ingrato de Circe y de Calipso. A uno de los pretendientes de su esposa Penélope, Antínoo, lo atravesó con una flecha mientras este se disponía a beber vino; Eupites, padre de Antínoo, también fue asesinado por el protagonista de La Odisea cuando reclamó justicia para su hijo en el Ágora. Sin escuchar súplicas, Odiseo ordenó ahorcar a doce esclavas de su propia casa por tener relaciones sexuales con los pretendientes de Helena. Por considerarlo desleal, mató y descuartizó a uno de sus sirvientes, Melantio, para luego darle a sus perros las partes íntimas del cadáver.
Odiseo es un personaje indómito que se comporta de manera cruel, soberbia y vandálica. Si su historia fuera contada desde la perspectiva de quienes sufrieron sus intemperancias, pocas probabilidades tendría de salir bien librado. Por ello uno de los momentos cumbres de este personaje tiene lugar en el Libro VIII, cuando Odiseo está en la corte de los feacios, pero permanece anónimo. Demódoco, un célebre aedo, canta las hazañas de Odiseo en Troya, y éste sucumbe a un llanto amargo que lo obliga a revelar su identidad. A través de la canción Odiseo puede mirarse a sí mismo de una manera distinta. En un momento de catarsis se da cuenta de que es un héroe canalla, un justiciero injusto, un protector sin protegidos, un hombre leal pero infiel, un belicista en lejanos reinos que añora volver a su patria y vivir en paz en la isla que gobernaba. Odiseo se reconoce más allá de los sesgos de su autoconcepto y llora amargamente. Este episodio nos ofrece una noble verdad: necesitamos un tercero, un otro que nos cuente quiénes somos y así nos libere de vivir en la falsedad de una autoimagen complaciente.
La mayoría de nosotros no tenemos un artista que narre nuestras desventuras, pero el canto de nuestro Demódoco existe: es un coro formado por quienes nos aman, quienes nos odian y quienes nos duelen.