
En Historias, Libros I a IV, Heródoto recuerda a Cleóbis y Bitón, un par de afortunados hermanos que poseían numerosas propiedades y fueron conocidos por su vigor físico, cualidad que les permitió triunfar en los juegos olímpicos.
Cuenta el historiador que, en ocasión de una fiesta en honor a Hera, Cídipe, la madre de Cleóbis y Bitón, necesitaba llegar al templo de la diosa, pero los bueyes para tirar del carruaje no estuvieron preparados a tiempo. Dada la situación, los hermanos uncieron el yugo y arrastraron el coche por un largo recorrido usando su propia fuerza. Al llegar a su destino, una multitud perpleja decidió felicitarlos, y la emoción llevó a Cídipe a pedirle a la estatua de la diosa Hera que recompensara a sus hijos con “lo mejor que pueda alcanzar el hombre”. Hecha la súplica, se realizó un banquete. Al terminar, los hermanos durmieron en el templo, pero nunca volvieron a despertar. La diosa escuchó y concedió la petición: lo mejor que puede alcanzar el hombre es la muerte.
En este relato las divinidades griegas muestran un sentido del humor irónico, funesto y bromista a costa de los destinos humanos. El mismo Heródoto recupera otra historia que los exhibe a esa luz: Creso, rey de los lidios, se muestra indeciso acerca de declarar la guerra a los persas. Quiere recibir consejo en el juicio sagrado, por lo que envía regalos a dos oráculos. La respuesta que recibe lo llena de alegría: “Si Creso emprende la guerra contra los persas, destruirá un gran imperio”. El rey lidio se lanza a una campaña bélica que termina en su derrota frente a Ciro, el famoso rey persa. Al ser vencido, Creso comprende la ironía divina: era cierto que al enfrentar a los persas destruiría un gran imperio, el suyo.
Los dioses se ríen de los seres humanos, pero, con el tiempo, también la humanidad ha aprendido a usar la ironía para burlarse de los dioses. Tal es el caso de Micerino, un faraón egipcio que Heródoto recuerda como un gobernante piadoso, por ser quien eliminó los trabajos forzados y reabrió los templos de los dioses, que habían sido clausurados por sus antecesores. A pesar de que Micerino fue un gobernante justo con hombres y con divinidades, recibió un oráculo funesto: se le anunció que solo viviría seis años más. Enfadado por la decisión del cielo, Micerino reclamó a los dioses acerca de por qué él, que era bueno, fallecería pronto, mientras que sus antecesores, que fueron injustos, gobernaron por largo tiempo. La réplica del oráculo fue confirmar la sentencia: Micerino moriría en el plazo de un sexenio.
El faraón sabía que su destino estaba echado, pero decidió demostrar con ironía la equivocación de los dioses. Micerino mandó a fabricar lámparas que se encendían al llegar la noche para iluminar el palacio y sus alrededores; así el faraón paseaba día y noche, bebía y se recreaba sin descanso. Al convertir las noches en días, pensó, no viviría los seis años que habían decidido los dioses, sino doce años de goces, distracciones y placeres.
Podríamos objetar que el faraón no burló a su destino, sino que lo cumplió en su intento de huir. No descansar por las noches y exceder los disfrutes fue quizá la causa de que muriese joven. Sin embargo, el gesto irónico de Micerino es conmovedor porque muestra la poesía que hay en el ser humano cuando se rebela a su sentencia de muerte a través del placer.
El palacio y los jardines luminosos de Micerino representan la brillante resistencia de toda la humanidad, consciente de su propia fugacidad.