Hace unas semanas fuimos a la montaña a caminar entre el bosque. Ese día pronosticaron lluvias ligeras; el ambiente está fresco y todo a nuestro alrededor es muy expresivo. A medida que avanzamos se notan aromas frescos, dulces, minerales y las características notas térreas que salen de esos hongos microscópicos cuando la lluvia alborota la tierra. Llovió todo el camino, pero apenas y nos mojamos porque nos cubren los pinos, cedros, madroños y robles que forman con sus troncos y hojas como un túnel. Avanzamos y van saliendo animales varios: una chara de pecho gris, con su plumaje azul; el coatí (malamente llamado tejón, que ese sólo hay en Europa), que pareciera más un perro, porque uno lo llama y acude a ver si recibe un trozo de pan, un dulce; el cacomixtle, astuto, calculador y elusivo; un venado, asomándose nervioso entre el follaje, tenso y dispuesto a brincar en cualquier momento para huir y otros tantos pájaros de plumajes y cantos con ecos y resplandores que hacen vibrar el bosque. Al final un lince, gato acechante y cauteloso, da un brinco y atraviesa la vereda y su pelaje se confunde con las hojas secas, los troncos y el ramaje. Al caminar por la vereda nos envuelve de pronto un pequeño universo de escarabajos, libélulas, mariposas, jejenes y colibríes; hay ardillas por todas partes, pequeñas y frías lagartijas y arañas que esperan pacientes que algún insecto se enrede en su tejido. Todo es cuestión de ir en silencio y poner atención: la vida se manifiesta y estalla frente a ti.
Ya en casa y después de pasar unos días en el bosque, me doy cuenta que vivimos en un ecosistema artificial creado por nosotros mismos; las plantas, las flores, el zacate del jardín, los perros, criados a imagen y semejanza nuestra y hechos para proyectar nuestros caracteres y para suplir nuestras carencias y necesidades afectivas; los gatos –desgraciados, miserables– con sus perturbadores silencios, sus siseos, ronroneos y caricias egoístas. Y la variedad de pájaros y fauna exótica que sólo pueden existir en estos mundos contenidos en sí mismos. Las ciudades, lugares donde hasta el aire, la atmósfera, es exclusiva y donde ya ni siquiera se ve el cielo y en su lugar lo hemos sustituido por luces y destellos de todos colores e intensidades.
Estamos atrapados en una realidad exótica desde donde contemplamos la naturaleza y no sabemos cómo salir de ella. Hemos sido muy selectivos de las plantas, animales y estímulos que conforman este mundo, este aglomerado de fenómenos extrañamente estructurados, de raros destellos y sonidos espectrales. Nos conformamos con salir de vez en cuando a la naturaleza y la vemos como una mezcla entre un sitio amenazante y misterioso, y un mítico jardín del edén, un mundo perdido. Y es en ese sitio donde podríamos recobrar un tipo de libertad sensorial que nos permita percibir las cosas de manera diáfana y sin la distorsión y condicionantes creados por la ciudad. Perdimos la capacidad de interpretar el mundo natural y hemos sustituido este proceso por uno donde imaginamos la realidad, donde la torcemos y desmembramos a nuestro antojo. Por lo pronto, la única manera de entender esto es salir a esas veredas de montaña y desierto, quedarse quieto un rato, escuchar, ver y sentir y darnos cuenta que ya no somos parte de esa realidad, y que el "contacto con la naturaleza" sólo es posible a través de un acercamiento científico: la fase de percepción sensorial y espiritual ya se perdió y apenas queda un residuo de apreciación estética en donde no podemos ver más allá de lo obvio. Al final hemos transformado nuestra experiencia física de vivir en grandes ciudades en un fenómeno mental muy, pero muy extraño, donde se tergiversan y retuercen los significados y donde nada tiene sentido.