Cultura

Taxidermia

“Unpleasant? I don’t see it. Seems to me taxidermy is a promising third course to burial or cremation. You could keep all your dear ones by you”.

H.G. Wells, The triumphs of a taxidermist

Hace años se puso de moda esta práctica un tanto curiosa. Se cuenta que el invitado entró en la casa, y ya para sentarse en la sala logró esquivar a un perro que dormía plácidamente sobre la alfombra. El tipo se disculpó con los anfitriones, pero ellos explicaron: —Oh, no se preocupe, el perro está muerto—, dijeron. Bueno, no precisamente: estaba disecado. El invitado preguntó por qué lo habían puesto así, echado, en lugar de otra posición más activa. —Ah pues porque la mascota siempre estaba así, echada, dormida, y así la queremos recordar por siempre.

Pues ese perro disecado y los que uno encuentra en los museos y en las casas de los cazadores siempre me han parecido como peluches siniestros, piezas de museo destinadas a llenar un diorama macabro que lo único que hace es despertar en nosotros reacciones de temor y ansiedad profundas.

Tengo un pejelagarto en mi estudio. Un souvenir que compré en Tabasco. Es grotesco. Acostumbrado a ver a los peces en el agua o en una vitrina en el supermercado, me le quedo viendo y el animal, con su pose amenazadora y sus afilados dientes, intenta cobrar vida para arrancarme un pedazo del rostro. Sí asusta.

Un amigo cazador comentó el punto: —No—, puntualizó; la taxidermia no es un intento de emular o replicar la naturaleza: es reinterpretarla. Es crear arte a partir de nuestra idea de ella. Sí, puede parecer un ejercicio macabro —de cierta manera lo es—, pero revela, en cambio, una sutileza —delicadeza— en la manera de percibir lo pasajero. Pregunté: —La taxidermia en sí, ¿intenta detener el decaimiento, la muerte? —No, no se trata de crear una instantánea, de detener un momento de manera abrupta, es más bien estirar la existencia de un animal en una especie de émulo de eternidad artificial. —Pero también debemos admitir como válido —y quizá como una propiedad intrínseca— el elemento siniestro detrás de tal práctica porque, en mi opinión, la taxidermia no es un mero divertimiento técnico-museográfico, es, quizá, un ensayo perverso, desequilibrado, que tiene su origen en lo mórbido, en la ansiedad y el horror que nos produce la muerte en sus dos facetas, la abstracta, que contempla nuestra extinción absoluta, y la orgánica, aquella que muestra el horror de la descomposición.

Esta charla me lleva a recordar mi paso por la Facultad de Medicina. Llevé anatomía, y con la materia viene la asignatura de disección, así que estoy bien familiarizado con el cadáver. Recuerdo los aromas, la temperatura de la piel y su textura, y también recuerdo al embalsamador que preparaba los cuerpos. Una tarde nos confesó que él estaba allí porque lo habían echado de una funeraria, porque cierta noche lo sorprendieron conversando con un cadáver. Me dijo asimismo que él era un taxidermista humano y que él no veía mucha diferencia entre un cadáver preparado para un velorio de un busto de un venado colgado en el estudio de algún cazador.

Hace unos meses fui con mi familia a San Antonio de las Alazanas. Hay un pequeño museo con cinco momias. Contemplando aquellos cuerpos momificados mi hija preguntó: —¿Por qué hacen esto? Se refería a exhibir los cuerpos de esa manera. —Porque es un espectáculo—, respondí. Y no me digan que no es verdad; basta con echar un vistazo al Museo de las Momias en Guanajuato para entender el elemento lúdico de este fenómeno. Porque esas momias son humanas, pero al mismo tiempo no lo son. Se transforman en algo maravilloso.

Por eso la cremación no me gusta. Es dantesca. Destruye. Al final, puede que el personaje —y su propuesta— de H.G. Wells tenga sentido. Procedo a dar la orden de ser momificado y conservado en casa para que futuras generaciones se horroricen con mi momia.

Adrián Herrera

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