
Me caga el mar. Es un desierto donde no hay nada que ver y donde uno se marea gratuitamente. Si no sales a pescar o a bucear, no hay nada que hacer. Porque eso de estar encima de un bote meciéndose sin sentido, pues nomás no. Tengo un amigo filósofo que una vez intentó encontrar alguna verdad en un viaje marítimo; se subió a un pequeño yate y durante una semana lo único que descubrió fue su propio vómito.
Detesto la playa; es como la lengua rasposa y seca del mar. Siempre que camino por ella intento encontrar una historia que le dé sentido a ese odioso lugar, alguna conjetura que logre justificar esa banda áspera y abrasiva que no es otra cosa que una especie de limbo que nos separa de un sitio desolado, ondulante y alucinado.
Camino por la playa y descubro un depósito de madera con cosas tales como salvavidas, sogas, toallas y tablas para surfear. Nunca me he subido en una de esas y estoy pensando seriamente en no hacerlo jamás. Pronto llega el encargado, baja una tabla y se la entrega a un gringo mariguano. El tipo corre hacia la orilla, se abre paso con dificultad entre el agua y tan pronto siente la energía de las olas, se recuesta sobre la tabla y nada mar adentro. Y ahí se le ve, desplazándose de un lugar a otro, despreocupado y feliz. Pues qué bueno. Qué dicha la suya. Cada vez que voy a la playa siento una especie de inercia por caminarla. No entiendo por qué, pero en el fondo no me gusta. Veo gente que se echa sobre la arena a broncearse y dormitar. Supongo que los sonidos del mar les reconforta. A la mierda con eso; prefiero estar tumbado en cualquier otra parte escuchando a Mozart o a Black Sabbath. Porque el susurro del mar es como una voz esquizoide que siempre está ahí y que por más que haces no se va: te sigue dando vueltas en el cerebro después de que te has ido. Y luego hay quienes alucinan con eso de ponerse caracoles muertos en la oreja para seguir escuchando el mar... por el amor de Dios, no mamen.
Esa mañana me tocó ver al gringo mariguano surfeando: lo hacía con tanta destreza y facilidad. Luego ya no lo vi. Seguí mi recorrido por la playa y luego de unas horas regresé al hotel. Subí al cuarto, me dormí una siesta y luego bajé a la alberca a tumbarme en un camastro, beber alcohol y rascarme las pelotas. De ahí pasé a cenar y después a dormir. Por la mañana mientras bebía mi café vi mucho movimiento en la playa; me asomé desde la terraza y al tiempo me enteré: encontraron el cuerpo hinchado del gringo mariguano entre unas rocas, debajo de un peñasco. Se ahogó. Tenía la cara mordisqueada, no sé qué animal le habrá hecho eso, tal vez un pescado grande o los cangrejos viciosos que viven entre las rocas, pero se veía feo y además estaba abotagado. Ni hablar. ¿Y la tabla de surf? Esa la recuperó el encargado; caminó muchas horas buscándola hasta que dio con ella, bien lejos, casi por donde se termina la caleta. Se la trajo de vuelta, la enjuagó y colocó en el depósito, junto a las otras. Una vez que se lleven el cadáver y la policía se retire podremos reanudar la renta de tablas. Es sábado y esperamos mucha gente, sobre todo gringos.