Compré un reloj de bolsillo. Los uso desde la secundaria, pero un buen día, hace como 30 años, decidí no volver a usar reloj. Simplemente me harté de estar viviendo de acuerdo a la presión ejercida por un aparato mecánico. Bueno, en aquella época así lo sentía.
Con los años aparecieron los celulares y lograron desplazar al reloj y relegarlo a un –casi– objeto de adorno, de estatus y como parte de una indumentaria, una moda.
Luego de años acostumbrado a consultar la hora en la pantalla del teléfono, me di cuenta que algo había cambiado. Como la hora siempre está en la pantalla de inicio, cada que ves el celular la hora se te queda marcada, pero después de un tiempo pierde significado.
Tengo dos hijos adolescentes. Les mostré el reloj nuevo: –Es bonito–, dijo la niña. –Ajá. ¿Ahora me puedes decir qué hora marca?–, contesté. La niña se le quedó viendo y puso cara de estar frente a un sofisticado y enigmático artefacto venido del futuro. Ni la niña ni el niño saben leer un puto reloj. No es broma. Me recuerda a ese chiste clásico: un profesor de física intenta explicar a un grupo de muy jóvenes estudiantes el funcionamiento y lectura de un reloj mecánico. Sabiendo que las nuevas generaciones, criadas con tecnología digital ya no eran capaces de reconocer, comprender ni valorar la tecnología analógica, se decidió dar un curso donde los jóvenes pudieran conocer cámaras de rollo, relojes y aparatos similares. Esa tarde el profesor colocó un reloj de pared sobre el escritorio. Le dio cuerda y pronto comenzó a latir, y aquel ritmo percutía la mesa de madera y todos podían sentirlo. Ante la mirada atónita de los estudiantes, las agujas comenzaron a girar, todas a velocidades distintas. Un curioso levantó la mano: –Maestro, ¿cómo se lee semejante artefacto? El profesor contestó: –El reloj tiene dos manecillas principales, la chica marca la hora y la grande te la comes toda.
Mire, cuando uno se fija en un aparato diseñado expresamente para dar la hora, la percepción del tiempo cambia. No es algo pasivo. Estamos acostumbrados a ver la hora en el teléfono, pero sin tener la intención de hacerlo. Los números sencillamente están ahí, se presentan como un código sin significado y sin sentido. En cambio, mirar conscientemente un reloj implica, primero, una intención y después un reconocimiento de todo lo que representa. Fijarse en la hora no es solo percibir el tiempo de una manera mucho más profunda: es abrir una luminosa puerta que conduce a un laberinto de ciencia que nos lleva a la astronomía, concretamente. Los movimientos celestes están reflejados en la maquinita de las manecillas. Pero también nuestros ciclos biológicos están ahí. La hora en una pantalla digital revela una idea del tiempo que no llega ni a lo práctico: se queda en lo desechable. El tiempo es un extraño bálsamo que nos arroba y que pasa a ser un flujo que nos arrebata. El tiempo del reloj quizá sea otro. Porque en el momento de las manecillas del venerable reloj mecánico se concentran recuerdos y vivencias, pero también la impetuosa ansiedad de la muerte. Aun así, el reloj mecánico le imprime dignidad a nuestras vidas, en tanto que el tiempo digital la envilece y degrada.
No creo que el problema aquí sea el de cómo medir o registrar el tiempo, sino de cómo llevar nuestras vidas en relación a la manera en que percibimos ese flujo.
A mis hijos les he comprado relojes mecánicos –de bolsillo, porque se requiere más esfuerzo y tiempo para sacarlo de la bolsa y consultarlo que mirarlo en la muñeca– y les he inculcado que mirar la hora así no es una necesidad, es un lujo.
Adrián Herrera