No es lo mismo contemplar la muerte a través de una fosa abierta y vacía, una lápida rota, una tumba con flores de plástico desteñidas –o flores marchitas transformadas en naturaleza muerta– que ver cadáveres en una morgue o, más interesante aún, ¡momias!
La semana pasada fui a pasear a Coahuila, a las montañas. Hay un pueblito, San Antonio de las Alazanas, que conozco desde que era niño y siempre vuelvo. Hay un museo con momias. Un museo pequeño, pero bien armado, donde se muestran algunos rasgos generales de la historia de la región y en el cual se exhiben cinco momias. Como soy morboso y me gusta el tema, les estuve sacando fotos. A un lado estaba una señora con su hija y escuché esto:
–Mamá, ¿qué le pasó a esa gente?
–Están muertos, son momias.
–Ah, mira, ¿y por qué están ahí?
–Porque esta gente está loca, mi’jita, ¡vámonos!
No me había puesto a pensar, pero sí: eso de exhibir cadáveres en vitrinas es un poco raro. Bueno, no tanto: en muchas partes del mundo el convivir con momias es parte de su cultura. En Egipto son parte de su historia y las exhiben como objetos de museo. En Japón, vemos un ritual llamado sokushinbutsu, que transforma los cuerpos de monjes budistas en momias (claro que este es un caso único y siniestro, pues el proceso de momificación comenzaba cuando la persona ¡aún vivía!). En Perú se han descubierto unas momias increíbles, muy bien preservadas, con sus atuendos, vestimentas y adornos, lo cual nos permite recrear la manera de vestir de esas culturas. Ah, y las momias Chinas de Tarim, en Xinjiang, presentan un nivel de conservación ejemplar.
En Indonesia, los habitantes de un pueblo sacan a sus muertos de las tumbas, los desempolvan y pasean. Lo mismo hacemos aquí en Campeche, en Pomuch, donde la gente exhuma a sus muertos y les dan una manita de gato. Las momias de Guanajuato me encantan porque las conozco desde niño, pero la mayoría no tiene ropa, son solo cuerpos correosos, chupados y con rostros de terror; precisamente por eso las encuentro tan atractivas. Y además, ¿qué serían esas célebres momias sin las películas de Santo y Blue Demon?
Las momias son una extraña mezcla de tierra, hueso, pelos, dientes y ropa. Son una especie de artesanía. Una que la misma naturaleza ha hecho a través del tiempo y otra, la que hacemos nosotros al intervenir los cuerpos. El caso es que nos gusta guardar cosas así. Tenemos esta fijación por conservar fetos, órganos, tejidos patológicos, cabezas y otras delicadezas en frascos con alcohol y formol, bajo el argumento de tenerlos como objetos de estudio académico, pero usted y yo sabemos que están ahí porque nos encanta ver esas cosas. Basta con revisar los freak shows del siglo XIX para entender por dónde va esto. ¡Ah! y no olvidemos los relicarios que tienen restos de santos; mi mamá tenía uno de San Francisco y era muy importante para ella. Así me viene a la mente la cabeza momificada de la monja maldita, María Rosenthal, que tienen resguardada en una caja especial llena de artefactos mágicos y talismanes. Y por supuesto no debemos dejar pasar el pene gigante de Rasputín, conservado en un frasco. También hay que tomar en cuenta el proceso criogénico, un tipo de momificación que pretende conservar con el afán de regresar la vida en un futuro a los cuerpos sometidos a tal proceso. Y en tiempos más recientes se da una práctica interesante: conservar los cadáveres en resinas plásticas transparentes. Eso me gusta.
Entiendo el valor antropológico o sociológico de estas expresiones, pero insisto en que, por lo menos en mi caso, el asunto es puro morbo. Conservar cuerpos en formol, momificarlos, encapsularlos en resina, guardar sus partes en cajitas, congelarlos, sacarlos a pasear, exhibirlos en museos... es cosa de locos, sin duda. El punto es dejar bien claro lo que queremos que hagan con nuestros restos después de morir; mis papás dejaron bien claro lo que querían: incineración. Cenizas guardadas en un bote. Punto.
A mí sí me gustaría que me momificaran. Anótenlo.