Hace un poco más de 15 años abrí en el centro de San Pedro un restaurantito, la Fonda San Francisco. Esa parte del municipio es, todavía, un sitio un poco olvidado por el tiempo. Dado que se trata del casco viejo persisten muchas familias de las de endenantes y así se respira un ambiente como traído del pasado. Cuando abrí, poco a poco fui conociendo a las familias que vivían alrededor. Algunos me traían chiles y conservas que fabricaban en sus fincas, otros llegaban a la fonda a preguntar sobre tal o cual receta y otros más se ponían a platicar sobre las recetas de sus casas. Aprendí mucho y durante años me sumergí en un ambiente algo melancólico, con un fuerte acento bucólico.
Pero también ocurrieron cosas un tanto peculiares. De estas historias tengo para hacer un libro.
En una ocasión llegué al restaurante y sobre la barra había un pescado enorme, congelado.
–¿Y eso?–, pregunté sorprendido.
–Pues no sé, llegó un tipo y lo dejó aquí; dijo que se lo preparáramos y que en la noche venía por él–, contestó el cocinero.
Por supuesto que no hice tal cosa. Metí el pescado al congelador y cuando vino el cliente se lo entregamos, tal cual. Le expliqué que nosotros no hacíamos ese tipo de trabajos.
También nos trajeron codornices, conejos, una pierna de venado y la cabeza de un puerco rebanada en dos. Nos dejaban las hieleras con la carne y daban instrucciones para que las guisáramos. También pasaba un tipo que nos vendía quesos y chorizos de su rancho, cerca de Mazapil, Zacatecas. Y había otro que ofrecía conservas de chile piquín. Ah, y no hay que olvidar a la señora de las empanadas: de piña y cajeta. Las mejores. Yo les compraba a todos.
Una tarde llegó a la fonda una señora con un puerco. Pidió hablar conmigo.
–Chef, hay una señora afuera, quiere hablar con usted–, dijo el mesero.
–¿Qué quiere?–, pregunté.
–No sé, algo de un puerco.
–¿Un puerco?
–Sí, lo trae amarrado.
Salí. Una señora ya mayor, regordeta y cojeando, me saludó muy amable y comenzó a contar la historia de aquel animal: –Pues fíjese que a este lo tengo desde chico en la casa, lo he alimentado muy bien desde entonces, y ¡mire cómo se ha puesto!–, dijo.
En efecto: aquel marrano era tan grande como un gran danés, se movía torpemente y respiraba con dificultad. Después de acariciarlo detrás de las orejas –a lo cual el puerco respondía con un gruñido suave– preguntó:
–¿Cuánto me cobra por matarlo?
Quedé estupefacto.
–No, señora, eso lo hacen en un rastro. Aquí no tenemos el equipo ni las personas capacitadas para hacerlo–, contesté.
–Pues ni que fuera tan difícil, allá en el rancho lo preparan bien rápido–, dijo.
–Esto no es un rancho, es un restaurante, recibimos la carne ya cortada para prepararla.
En lo que discutíamos llegaron dos niños y una adolescente:
–¡Abuelita! ¡No dejes que maten a Canuto!–, gritaron los niños, con lágrimas corriéndoles por las mejillas enrojecidas.
Entonces me enteré que el puerco se llamaba Canuto.
Estuvieron unos minutos discutiendo el punto y se retiraron con el marrano. La abuelita cojeaba y maldecía y los niños arrastraban al puerco al tiempo que emitía un curioso chillido. Entonces la adolescente regresó corriendo:
–Por favor, no le haga caso a mi abuelita, ya mandó matar a Torcuato–, dijo angustiada.
–¿Torcuato? ¿Quién es Torcuato?
–Era el otro puerco, el hermano de Canuto. Abue lo llevó a la carnicería y ahí le cortaron el cuello.
–¿Y por qué no llevó ahora a Canuto a esa carnicería?
–Bueno, porque ya fuimos a pedirle al carnicero que no matara a Canuto. Entonces a abue se le ocurrió que aquí lo podían sacrificar.
–Ah, pues eso no va a ocurrir. Pero, dime: ¿por qué tienen puercos en casa?
La chica se me quedó viendo con ojos de tristeza y dijo:
–Abuelita los trajo del rancho porque se los estaban comiendo los coyotes. Nuestro patio es muy pequeño y apenas cabían los puercos. Teníamos un perro, pero lo atropellaron. Entonces los puercos quedaron como mascotas. Y ahora que Torcuato está muerto, solo nos queda Canuto.
–Ah, pues espero que abuelita no logre matar a Canuto–, exclamé.
Entonces se fue y no supe más ni de la abuelita ni de Canuto, hasta unos meses más tarde, cuando la nieta pasó por la fonda y al verme se acercó a saludar. Le pregunté por su abuelita y por el puerco:
–Bueno, pues abue se murió hace dos semanas y a Canuto lo tuvimos que regresar al rancho porque estaba muy grande y no teníamos para darle de comer, y con ese tamaño ya se imaginará lo que se comía cada día.
–¿Y cómo está Canuto allá en el rancho?–, pregunté.
–Se lo comió un coyote–, dijo en un tono como de alivio mezclado con tristeza.
Entonces me pasó por la mente que después de todo hubiera sido mejor matar al dichoso puerco.