Mi tía Lulú cuenta una historia que se me ha quedado grabada. En aquellos años —década de los treinta—, mi abuelo sacó un préstamo para renovar el rancho, comprar ganado, meter cercas, empleados y maquinaria. Comenzaron las duras labores y luego de unos meses todo estaba listo. Entonces decidió hacer una fiesta para celebrar y mostrar lo logrado; convocó a familiares, amigos, socios y proveedores, mató puercos, se hizo barbacoa, fluyó la cerveza y sonaron los huapangos. Ya entrada la comilona, el abuelo se levantó de la mesa, caminó por el jardín, se reclinó sobre la recién pintada cerca y mientras contemplaba los pastizales y el ganado comiendo apaciblente en ellos, alguien se acercó.
—Válgame, don Andrés, mire nada más qué bonito rancho; agua por todas partes, el pasto verde y abundante, el ganado gordo, las cercas bien pintadas y la casa muy bonita y acogedora. ¿Pues cómo le hizo?—, dijo aquel hombre.
Y el abuelo, sin quitar la vista del potrero y respirando hondo respondió:
—Levantarse temprano y cambiar gente.
Y es que un día perdió la paciencia y echó pa’ fuera a toda una bola de zánganos que no servían para nada y que solo representaban un lastre para el rancho.
Esta anécdota la recuerdo desde niño. La he escuchado mil veces. Sí: creo que cada vez que mi tía la cuenta le quita y agrega cosas, pero la esencia de la misma permanece.
Y vaya que me ha servido. He tenido varios restaurantes. Y siempre he aplicado el principio del abuelo. Observo el comportamiento de las personas, los capacito, intento enderezar actitudes y resolver problemas, y si después de un tiempo la cosa no evoluciona a favor, el empleado se va. Los negocios no son ni escuelas, ni clínicas psicológicas, ni centros de ayuda comunitaria. Uno no puede enderezar chuecos. Lo que sí debemos hacer como patrones es supervisar el desempeño de la gente. Eso es fundamental.
Bueno, pues el punto es que cada que me encuentro en este tipo de encrucijada donde ya no hay manera de ayudar al empleado, o de resolver broncas con proveedores o con quien quiera que esté relacionado con el negocio, llega el momento de darles las gracias y pedirles amablemente que busquen su futuro en otra parte.
Ahora con el encierro del 2020, la pandemia me quitó a casi toda la plantilla de uno de mis restaurantes. Me hubiera gustado pensar que este cambio pudo haber sido benéfico, pero no. La gente se fue porque todos estábamos valiendo verga y así tuvo que ser. Y cuando llegó el momento de recontratar, pues la mayoría de estos magníficos empleados ya estaban establecidos, ya sea en otros negocios o por cuenta propia.
Con todo, hemos ido saliendo adelante.
Pero estos ejemplos, de un rancho y un restaurante, se pueden extrapolar a otras áreas más amplias. La del gobierno, por ejemplo.
Tenemos un gobierno federal evidentemente fallido. Niveles de incompetencia y corrupción nunca antes vistos, escándalos, ignorancia, violencia en ascenso, aumento de precios, desabasto de medicamentos, un jefe de Estado delirante, gobernadores y alcaldes coludidos con el narco, decisiones estratégicas en materia energética obsoletas y equivocadas, patéticos niveles de educación, asesinatos de periodistas y ataques constantes a la prensa. No quisiera esperar a que termine el sexenio para elaborar un recuento de los daños diplomáticos, sociales, económicos, ecológicos y científicos para concluir que, igual que en el rancho de mi abuelo y que en mi restaurante, puede ser ya momento de levantarse temprano y cambiar gente.
Adrián Herrera