Cultura

¡Felicidad!

Panza llena corazón contento”, dice el dicho. Cómo argumentar en contra. Yo mismo he dedicado mi vida al tema y mi oficio y pasión es la cocina. He escrito mucho sobre el tema y he comido y cocinado muchísimo. Con comer me refiero al acto consciente de saber lo que uno se está llevando a la boca, tanto en términos organolépticos como el significado que posee esa experiencia en particular. Y es que últimamente hemos perdido el sentido de lo que es comer. Perdimos también la noción de lo que implica programar una comida,

disfrutarla y entregarse a una sobremesa. O sea, el sentido social de la comida se va poco a poco transformando en un hábito reciclado y frío, desprovisto de todos aquellos placeres que se daban cuando podíamos darnos ese lujo.

Vengo de una tradición culinaria familiar que sembró en mí un tipo de sentimiento y noción de deber gastronómico: crecí bajo la lógica de que la comida es un eje, un punto de referencia, y así el día de hoy siento una especie de obligación de llevar una cierta calidad de vida relacionada con la cocina.

Hace unos meses fui a una molienda que vende masa de maíz azul, compré quesillo, arranqué unas hojas de hoja santa de mi jardín, hice una salsa molcajeteada con chile morita y arme usted el resto. La combinación de los ingredientes, sus potencias y proporciones, todo correcto. Para cerrar el cuadro, comí estas quesadillas con mi familia y luego nos quedamos conversando un buen rato. No creo que haya algo más fundamental y enriquecedor que eso, pues en ese momento es cuando te llega esta sensación clara y directa de lo que representa estar vivo. Y a eso me refiero cuando hablo de llevar la comida a un plano mucho más profundo, más trascendente, uno capaz de generar recuerdos potentes y duraderos y uno que sea capaz de generar una sensación de bienestar y felicidad constantes.

El poeta Charles Simic apunta lo siguiente: “La buena comida y la tristeza son incompatibles. La aparición de la comida produce una felicidad instantánea. Una paella, un choucroute garnie, una olla de tripes á la mode de Caen y tantos otros platillos de origen campesino son garantía de regocijo. La mejor conversación tiene lugar alrededor de una mesa servida así. La poesía y el saber son su compañía. Las musas auténticas son cocineras. Los perros y los gatos nunca están muy apartados de una cocina en la que se trabaja. El cielo es una olla de frijoles cociéndose en la estufa. Si me viera obligado a escribir acerca de los días más felices de mi vida, muchos ejemplos tendrían que ver con comida y vino, y una mesa llena de amigos”.

Hoy, esa visión se ve amenazada por el estilo de vida que llevamos. Ya no se puede uno sentar en paz a comer y a disfrutar porque el maléfico aparato celular requiere de mucha atención (más que nuestras novias y esposas), y porque la calidad de la comida que nos llevamos a la boca ha disminuido notablemente. O sea que comemos mugrero saborizado y al WhatsApp le urge que lo atendamos en todo momento.

A mi papá le gustaba sentarse a comer un reconfortante puchero y después de tener una conversación con un vaso de whisky, se tomaba una siesta. Se levantaba descansado y fresco, y completaba sus tareas. Como había sido criado en rancho tenía ciertas costumbres que tardé en entender.

Hoy he creado mi cotidianidad y mis hábitos alrededor de una serie de preceptos y principios heredados unos y autoimpuestos otros, pero cada día me encuentro que son, en buena medida, un tanto anacrónicos. O más bien, incompatibles con lo que hoy se vive.

Hay que tener paciencia, porque, como dice Simic, la felicidad está en la comida, el vino y una mesa llena de amigos.


Adrián Herrera

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