Año 1985, norte de Coahuila. Estamos en un rancho, de cacería. Buscamos venado, pero solo cayó un jabalí. Alguien lo preparó y esa noche lo asamos sobre las brasas. La carne la sazonaron con sal y un poco de orégano de la sierra. Bebimos cerveza. Cenamos con tortillas y una salsa de chile piquín y tomate picado. Fue una de esas experiencias culinarias sencillas, pero intensas y memorables. Me pregunto cuántos miles de años llevamos haciendo esto.
Antes de los pulcros y bonitos cortes presentados en charolas con su espectacular marmoleado, uno iba a la carnicería y ordenaba el corte de carne de acuerdo a lo que se iba a cocinar ese día. La parrilla siempre ha sido parte de la vida cotidiana de Monterrey, pero hay otras preparaciones, como asados, picadillos, cortadillos, barbacoas y así. Hay quienes piensan que acá todo es asador y parrilla. Por supuesto que no, pero la carne asada tiene un lugar especial, y esto porque nuestra naturaleza es tal que necesitamos la carne asada. Está impresa en un sitio muy recóndito de nuestro cerebro y es parte de nuestra memoria ancestral.
Pero las cosas cambian. Los tipos de corte de res cambiaron y hoy comemos de otra manera.
Hay ahora esta obsesión por el término perfecto. Las carnes asadas han pasado a ser una prueba de la capacidad técnica del parrillero. Antes solo era eso: una reunión social con asador. Ya parece competencia. Hay estrés donde antes solo había humo, risas, alcohol y música. La atención es hacia el resultado del término de la carne, mientras que lo social, lo verdaderamente importante, ha quedado relegado a un segundo plano. Festejamos que la carne haya salido perfecta, como debe ser, como en los videos que salen en redes sociales. Ah y además hay que ir subiendo fotos, reels y TikTok del evento, pues la Carne Asada ya es un fenómeno netamente mediático. Lo demás vale madre.
No creo que nuestros ancestros, homínidos y primeras formas de homo sapiens, le hubieran prestado atención al término de la carne. Muy probablemente ellos asaban trozos de carne y ésta quedaba crocante, deliciosa. No había semejante distinción de términos o de cortes: eso lo inventaron los supermercados. El steak ha pasado a ser un símbolo de destreza técnica, no ya de comida.
Hace unos meses hice una carne asada y entre los invitados había un vegano. Llegó con una coliflor envuelta en papel aluminio y un Toper con ensalada. Dios mío. Pidió que le hiciéramos lugar en la parrilla. Claro, sin problemas. Asó su verdura y la sirvió con un repulsivo aderezo de color pálido. Al momento de comer se replegó y cenó en un extremo de la mesa. Después se integró al grupo, pero se sentía incómodo. Nadie se burló de él ni lo hicieron a un lado. Pero alcancé a notar algo, una reacción; mientras se asaban gruesos trozos de carne de res y puerco, los aromas invadían el patio. Los perros merodean atentos y alborotados el asador, esperando que les caiga algún pellejo. El vegano, discretamente, se acercó al aparato con la intención de convivir con los parrilleros, pero su lenguaje corporal lo delató: estaba ahí para aspirar los humos de la carne. Y se estaba regocijando en ello. Y es que, aunque uno siga religiosamente algunas convicciones, no se puede luchar contra nuestra naturaleza y evolución. No hay principio filosófico, político o ideológico que lo obstruya. Al vegano la carne asada se le metió por los pulmones y hasta el tuétano, y vaya que lo disfrutó.
Regresemos a esos tiempos primigenios; eche un trozo de carne al asador. Pronto comenzarán a sublimarse proteínas y grasas en un aroma distintivo que nos despierta algo en una parte profunda de nuestra memoria. Nos alborota, vigoriza, cataliza. El resultado no solo es orgánico, sino social: contribuye a fortalecer la cohesión entre los miembros del grupo. Es algo fundamental, basal, algo que nos hizo lo que somos. Somos carne asada.
#somoscarneasada.
Adrián Herrera