Ayer cumplí años. 53. Después de cierta edad te vas tomando esto del cumpleaños menos en serio, pero lo que sí te comienza a angustiar es el paso del tiempo. Cada vez queda menos. Y con cada año que pasa recuerdas cuando eras mucho más joven y el prospecto de la muerte era un espejismo, algo que se veía borroso y lejano. Y nos podíamos tomar la libertad de perder el tiempo. ¡Y vaya que lo hacíamos! Supongo que de pronto no hacer nada es importante. Es descubrir que, en el fondo, tal vez no tengamos que hacer nada más que sobrevivir. Y a veces ni eso. Pero nos empeñamos en sacarle sentido a las cosas que no lo tienen. Y eso, supongo también, debe ser parte de la diversión. Pero no hay que creerlo tanto como para entregar nuestras vidas a ello.
Vuelvo al tema de la muerte. Sí, uno se puede morir en cualquier momento. Aunque esperamos que sea ya entrada la vida. A mí me carga esta angustia de morirme, pero ya no tanto como antes. Como que la vas aceptando, vas dejando que se apodere de ti, que vaya preformando sus maneras para cumplir su tarea.
La otra angustia que me asalta es la del tiempo; me he vuelto un histérico para esto de perder el tiempo. Soy más perfeccionista y casi obsesivo en muchas cosas. Eso sí, me he vuelto más eficiente y las cosas me salen mejor y más rápido. También tienen que ver el hecho de que con el tiempo uno acumula sabiduría. Los recuerdos no son ya meras postales que aparecen de manera relajada conforme uno le da la vuelta al álbum de fotos; ahora son parte de una base de datos a la cual accedemos para establecer conjeturas y resolver problemas. La vida, a esta edad, ya no es un paseo. Y eso de la jubilación, pues habrá que ver. Estoy a un poco más de diez años de ese punto. Si es que llega, claro, porque trabajo por mi cuenta y para mí mismo, luego no creo que deje de “trabajar” (no me queda claro qué quiere decir eso, pues siempre he hecho lo que me ha salido del forro de las pelotas y me he divertido horrores haciéndolo).
Pero sí: siento cada vez más esta urgencia por hacer cosas, por dejar expresiones, obras hechas y concretas. Quizá como justificaciones de una vida que aún no ha logrado lo que quiere o tal vez como remanentes, vestigios arqueológicos de esa vida que tuve y que persistirá durante un corto tiempo después de mi muerte. Pero, en el fondo, se que aún eso es un intento fútil de aceptar la muerte. Eugene Ionesco, en “El rey se muere”:
“Ustedes, los muertos felices, ¿qué rostro han visto cerca del de ustedes? ¿Qué sonrisa los ha apaciguado y hecho sonreír? ¿Cuál es la luz última que los ha iluminado?”.
Quizá el secreto de la felicidad esté en ir aceptando la muerte poco a poco y no andarle sacando la vuelta con tanta mamada, tanto esquema fantástico metafísico de reinos celestiales y paraísos eternos.
Yo me quedo con mí angustia, mi histeria y mis prisas, y solo espero un día lograr dejarme a mí mismo y entregarme a la oscuridad, como el rey de Ionesco:
“El médico: es el terror que se le escapa poco a poco por los poros. Todavía no está acostumbrado al espanto, no, no, más puede mirarlo dentro, y por eso se atreve a cerrar los ojos. Los volverá a abrir. Sus funciones siguen descompuestas, pero ve cómo las arrugas y la vejez se instalan en su rostro. Ya las deja progresar. Aún tendrá sacudidas, lo que ha de llegar no llega tan de prisa. Pero ya no tendrá los cólicos del terror. Eso habría sido deshonroso. Aún tendrá terror, más terror puro, sin complicación abdominal. No se puede esperar una muerte ejemplar. Pero será casi correcta: morirá de su muerte, y no de su miedo”.
Adrián Herrera