Cultura

Cuentos breves

Me parece abominable que hoy sustituimos la lectura por el entretenimiento electrónico, ya sea en la forma de series de televisión, videojuegos y lo más pernicioso de todas las anteriores: las redes

Nací en 1969. Mi infancia en los setenta estuvo rodeada de colecciones de libros y enciclopedias como la Salvat, el Tesoro de la Juventud, cientos de revistas como la Popular Mechanics, Scientific American y la omnipresente National Geographic y por supuesto, los libros de bolsillo de la ya extinta editorial Bruguera. Entonces no existía el internet ni los juegos de video y la televisión no era el centro de atención en la casa. Jugabas en la calle o en algún lote baldío, hacías travesuras en casa o te ponías a hojear libros y revistas. De la Bruguera me acuerdo haber leído varias antologías; una de ciencia ficción, otra de cuentos de terror (me provocaron pesadillas tremendas y mi mamá no se explicaba por qué ocurrían y nunca le dije la verdad porque se la hubiera cargado contra mis libros), una de relatos policiacos buenísima y muchos clásicos. Un volumen en particular, Historias siniestras, lo recuerdo bien y me lo encontré anoche en lo más recóndito de una caja mientras ordenaba mi biblioteca. En el índice vienen resaltados algunos títulos –con lápiz– de relatos que captaron mi atención, esto pudo haber sido en primero de secundaria, en 1981. De estos sobresalen “¿Quién sabe?”, de Guy de Maupassant; “El tatuador”, de Junichiro Tanizaki; “La máquina de sonido” de Roald Dahl; “Miriam” de Truman Capote y “El zahir”, de Borges. Los volví a leer y me emocionaron tanto –o más– como la primera vez. Me parece abominable que hoy sustituimos la lectura por el entretenimiento electrónico, ya sea en la forma de series de televisión, videojuegos y lo más pernicioso de todas las anteriores: las redes sociales. Nos transformamos lentamente en idiotas y no nos damos cuenta. Y se supone que deberíamos estar usándolas a nuestra conveniencia; le explico: si leo un cuento de, digamos, Borges, hoy puedo meterme a la red, buscar comentarios sobre este por parte de expertos y en una hora entender el significado, el contexto histórico, la corriente literaria, su impacto en el medio y así. Si hago eso con todo lo que lea a diario en poco tiempo tendré la capacidad de entender más profundamente mis lecturas y, más importante, gozarlas. Insisto: hay que autoeducarnos constantemente, a riesgo de convertirnos en tarados automatizados, que para allá vamos, y rápido.

Como usted sabe, escribo. Tengo mi propia editorial y recién he publicado un libro nuevo, El cromañón y otras fábulas. Son microtextos y cuentos breves. Siempre me ha gustado este formato y siempre he aborrecido los mamotretos novelescos. Si una novela pasa de 200 páginas, no la leo. Simplemente le saco la vuelta. Mi pasión es la brevedad. También me gusta mucho el haiku y toda literatura sintética y económica, que no reduccionista ni necesariamente minimalista.

Sí, la brevedad exige una economía del lenguaje, no solo en la cantidad de palabras y ni con la intención de dejar fuera cosas que deban decirse, sino decir estrictamente lo que debe decirse, y eso implica muchas veces decir cosas de tal manera que se dejen suponer cosas. Tampoco se trata de obsesionarse con la forma y encapsular de manera forzada palabras en un pequeño contenedor que no debiera estar saturado, porque entonces esas pequeñas cajas que captan nuestra atención pierden su encanto al usarlas como repositorios, cuando son en realidad pequeños mundos que, al abrirlos, se tornan expansivos.

El tema debajo de la brevedad en literatura, hoy tiene que ver con la notable disminución de nuestra capacidad de atención, seguida por una pérdida de capacidad de comprensión, que ya es cosa grave. No nos interesa ya la calidad de la información ni su sentido, solo el efecto de alteración y adormecimiento que produce. El bombardeo constante de estímulos banales que ocurren desde nuestras pequeñas computadoras –tablets y celulares– nos ha acondicionado a reaccionar de una manera específica. Ha logrado transformarnos en personas reactivas que dependen de la fórmula de entrega de premio por reaccionar al estímulo. Antes, el premio era la vivencia, el gozo de obtener una serie de emociones a través de la lectura, de la contemplación de una obra de arte o de escuchar una orquesta de cámara. Ya no. Los medios electrónicos no han logrado sustituir esos fenómenos. El libro electrónico no se lee igual que en el de papel y nunca se va a comparar la experiencia de escuchar una sinfónica en vivo con una transmisión por YouTube. No mamen.

La cultura de la brevedad puede transformarnos, adaptarnos a esta realidad –tan nueva– para transmitir esos valores estéticos e intelectuales a través de formatos fugaces, pero cargados de información y capaces de lograr un impacto positivo, un enriquecimiento. Tenemos que luchar contra toda esa basura que nos envuelve y arrebata desde que nos levantamos hasta la hora de dormir.

Lo invito a leer, a escuchar música de calidad sin el video y a observar, de una buena edición, grandes obras maestras del arte y la fotografía. Y luego júntese a platicar sobre todo eso con su familia y amigos. Ya verá cómo mejora su calidad de vida y su mente comienza a expandirse, y a salir de este marasmo absurdo y pernicioso en el que nos metimos a nosotros mismos. 


Adrián Herrera

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