Es tarde y decidimos, así nomás porque sí, hacer una carne asada. El patio es el sitio perfecto: tiene su roble bien provisto de sombra, suelo parejo y barrido, alejado de la calle y más o menos blindado del ruido de los vecinos y se respiran aromas rústicos que con los humos y sublimaciones de la carne asada generan una ambientación única. Lo primero fue definir, sin mucha filosofía ni métodos excéntricos, lo que íbamos a comer. De ahí salen las bebidas y después los postres. La cosa es pasarla bien, no complicarse la vida, y menos en un evento que para nosotros como norteños es algo habitual y que es parte esencial de nuestra cotidianidad. Pues la carne asada no es un hecho especial: es lo que somos.
Compramos un megatrozo de sirloin y un lomo de puerco, así como chiles, cebollas y otras cosas para elaborar salsas. La preparación siempre es un trabajo en equipo y resulta divertido; uno se dedica a limpiar los cortes de partes sinuosas y vainas aponeuróticas y a sazonarlos, otro se va de lleno en la elaboración de dos salsas: una tatemada y molcajeteada, y la otra de chiles secos molidos con especias, ajo y cebolla. Otro más pone el carbón y la mesa y el último cubrió el tema de las bebidas. El parrillero –siempre hay que asignar a uno– tiene la responsabilidad de cuidar que los cortes queden en el término correcto, y que todo lo que vaya al asador no se queme y que vaya saliendo en el tiempo que le corresponde. Ah, y a tener cuidado con que los gatos no se suban a la mesa: hay que tapar los platos con papel aluminio.Y hablando de animales, los perros, vigorosos, husmeando todo y siempre atentos. Aventamos a un sartén de fierro vaciado unos chorizos de rancho, tortillas de harina a la plancha y con eso nos preparamos unas quesadillas con su salsa. Luego van saliendo los cortes; primero el lomo, que rebanamos y aderezamos con la salsa de chiles secos, y luego la res, que se benefició de la salsa molcajeteada, hecha con chile piquín. En este caso, compramos vino, en lugar de la habitual cerveza. Un Chardonnay sin madera para el puerco y las quesadillas y un Cabernet Sauvignon californiano para la res. El maridaje resultó fantástico y muy acertado. Para acompañar pusimos una lista de reproducción de música latinoamericana surtida, donde desfilaron grupos de folclore como los Inti Illimani, Illapu, Atahualpa Yupanqui, Mercedes Sosa, Violeta Parra y otros. Por supuesto que después vinieron Cadetes de Linares, Invasores de Nuevo León, Cardenales y así. La cena fue en una mesa grande, espaciosa, con tres tablas: una para los chorizos y verduras picadas, otra para el puerco y una tercera para la res. Se ven por ahí también un chiquihuitillo para las tortillas, servilletas, las copas, cubiertos, pocillos con las salsas, sal y limones. Conforme van saliendo los cortes, caen sobre las tablas y los vamos porcionando. Cada quien toma un trozo de aquí, otro de allá y se arma un taco o degusta la pieza sola paseada por su salsa. La conversación destila de todo un poco; desde libros leídos, chascarrillos, albures, recuerdos, apreciaciones sobre temas gastronómicos, mujeres y música. Ah y bullying. No puede faltar el molestar a alguien, con el pretexto que sea. De postre, dulces regionales –nunca fallan– de leche de cabra con nueces, bolitas rodadas en azúcar, pan de elote con cajeta, mazapanes y galletas con frutos secos. Una copita de ron añejo y un puro dominicano cierran la convivencia.
A medida que se van colapsando los ánimos y que la temperatura comienza a bajar, vamos recogiendo cosas; lo perecedero, al refri; juntamos la basura, las sillas se apilan y repliegan hacia la esquina donde deben ir. La mesa se coloca debajo de un toldo. Hay que barrer. Huesos, pellejos y otras sobras, para los impacientes perros. Un último vistazo antes de apagar luces y despedirnos. Todo en orden. Ya nos vamos. Ha sido una velada sencilla donde comimos y bebimos muy bien.
Adrián Herrera