Ya en el avión, de regreso a casa. Despegamos. Cruzamos los 10 mil pies (siempre lo anuncia el piloto). Pasa el carrito de bebidas. Coca y ron por favor. En mis audífonos: Judas Priest. Habitualmente traigo un libro y leo, pero hoy me voy por música y alcohol.
Tres filas adelante, del lado derecho, alguien mira una peli. La veo, mesmerizado. Sigo así un rato. No puedo dejar de ver la peli. No me queda claro por qué lo hago, pues no escucho nada. De hecho, Judas Priest no va con la peli, hacen una especie de cortocircuito. Además es su peli, no la mía.
Al lado va una chica. Escribe algo en su celular. Finjo ver el paisaje a través de la ventanilla, pero lo que en verdad intento es ver qué mierda escribe. Hay algo en las aburridas y monocromas vidas de los otros pasajeros que me atrae. Verlos entregarse a nimiedades, a este suave oleaje que los deja entumecidos, satisfechos. Pienso entonces que mi vida, por lo menos en ese momento, es tan aburrida y pasiva que busco desesperadamente sustituir ese hueco con experiencias que no me corresponden. Pronto me doy cuenta que tal no es el caso y que la verdadera razón de ese voyerismo inquieto es que me estoy orinando. El conflicto es que el impertinente carrito de servicio interrumpe el paso. Están diseñados para abarcar toda la amplitud del pasillo. Así debo esperar. “¿Desea algo de beber?”, “¿Refresco normal o light?”, “¿Quiere hielo?”. Puta madre. Mi vejiga se va llenando y ejerce una presión cada vez más intensa. Las cosas se complican. Miro las pantallas de los pasajeros. Unos ven películas y series, pero hay uno que está particularmente obsesionado con la pantalla donde se proyecta el avance del vuelo. Es un modelo del 737 que avanza desde el aeropuerto de origen sobre una franja que atraviesa ciudades, límites estatales y así hasta el destino. La pantalla marca la velocidad, la hora de salida y de llegada, y la temperatura. Supongo que el ir viendo dónde va el avión a cada momento le produce una sensación de tranquilidad, de seguridad o certeza, vaya usted a saber. Para un vuelo que dura un poco más de una hora no siento que estar monitoreando su desarrollo sea algo apremiante. En más, no es algo ni medianamente interesante. Ya ni los pilotos lo hacen: todo es automático. El avioncito se desliza sobre la cintilla digital hacia su destino y yo me orino. Me asomo al pasillo y festejo que por fin el carrito de las bebidas ha terminado su rondín. Corro al baño. Orino generosamente y con abundante espuma, como caballo. El piloto avisa que hemos iniciado nuestro descenso. ¿Descenso a dónde? ¿Al infierno? Pero sí: la aeronave empina suavemente la nariz y me balanceo para no darme contra el lavamanos. Un miembro de la tripulación se comportó de manera hostil, desde el abordaje hasta el final del viaje. No voy a entrar en detalles, pero uno de los pasajeros estuvo a nada de propinarle una hostia. Rara vez veo esto, pero ocurre.
Aterrizamos. Ya en el taxi, el chofer experimenta una excitación neurológica repentina y se pone a conversar. El clima, siempre hablan del clima y el tráfico. Y después esperan a que uno asienta y responda integrando algún otro tema porque no saben hablar de otra cosa. Y cuando se les termina el tema, encienden el radio. Bueno, yo no estoy para conversar de nada ni con nadie, por lo que rudo o grosero, como parezca, me coloco los audífonos y continúo escuchando metal. Noto que el chofer sigue moviendo los labios. Supongo que estará acostumbrado a hablar solo, no lo sé. Así, por fin llego a casa, donde ya me esperan con la cena lista.
Y sí, me voy a servir otra cubita y voy a seguir escuchando metal.
Adrián Herrera