Cultura

Alcancía

Me regalaron una alcancía. Tiene forma de marranito. En el lomo tiene una ranura amplia y humectada y está bien gordo el cabrón. ¡Hinchado! Siempre que llego del trabajo me espera, pacientemente y emocionado. Dejo las llaves, cartera y monedas sobre el buró. Ah, ¡las monedas! Esos molestos desechos capitalistas deben tener un lugar para almacenarlos. Y qué mejor que la alcancía, es el sitio más apropiado. Una tras otra van cayendo hasta el fondo de aquel animalito, y él sonríe, satisfecho. Así todos los días. Bueno, casi. No siempre llego con monedas, y entonces mi alcancía se pone triste y así está toda la noche, melancólica, distraída y haciendo ruidos, porque ¿sabe?, necesita las monedas; las invoca, provoca, excita y cuando le llegan las engulle vorazmente. ¿Qué ocurre en su oscuro vientre? Quién sabe. He estado observando al marrano; cuando me voy por la mañana dejo una cámara de vigilancia y por la tarde checo el video. El marranito, con su agudo olfato e insaciable apetito, se baja de la cómoda y husmea por toda la casa en busca de jugosas y brillantes monedas. Detrás de una repisa, en un ropero, hundidas en el sofá, debajo de la estufa; no importa dónde estén, la alcancía da con ellas. Cuando llego a casa el marranito está frente a la puerta, esperándome, viendo si tengo monedas que darle. Mi fiel perro le teme y se pasa el día acojonado, oculto en un rincón hasta que llego. Entonces se acerca a mí con la cola entre las patas y baja la cabeza, como regañado. Me queda claro que el perro ya no quiere vivir en la casa; he decidido darlo en adopción. El asunto ha empeorado; la obstinación de la alcancía ha llegado a tal extremo que si no le pongo una cuota mínima por día, su rostro se deforma, comienza a hacer espantosos ruidos guturales y pela los dientes como un desquiciado. Apenas y lo reconozco cuando se pone así. Hay noches que experimento un miedo –terror– profundo; sueño que llego a casa sin morralla y el marranito enloquece y me ataca en mi cama mientras permanezco inmóvil e incapaz de defenderme; así me arranca la carótida, despedaza mi tráquea y me saca los ojos. Despierto bañado en sudor y jadeando como animal perseguido.

La alcancía no conoce límites ya; tengo que ir al banco a feriar billetes de alta denominación en monedas y así las traigo en el auto, en un talego de cuero. Cada día llego y deposito en la alcancía una cierta cantidad, pero el marrano no parece estar satisfecho con la dosis; se me queda viendo feo, me gruñe y debo aumentar la cuota semana tras semana. Fíjese que cuando acepté el regalo pensé que, como cualquier alcancía normal, alcanzaría un punto de saturación y entonces habría que reventarla y cobrar el recaudo, pero eso ni ocurrió ni va a ocurrir nunca: es imposible destruir la alcancía y lo que se acumula en su cálido y misterioso seno parece desvanecerse en una extraña y etérea bruma que termina en la más negra oscuridad, en un eco que reverbera en la eternidad, ¡en la nada! Lo que se acumula ahí dentro no es dinero sino sueños, ilusiones, intenciones; romperla es morir.

La vida para mí ya no tiene sentido. Trabajo para meterle dinero a esa cosa, no tiene fin, es un saco sin fondo. Vivo angustiado, con un nudo en la garganta y además, pobre. Me cortaron luz, gas, teléfono y apenas y pago la renta. Vendí el carro, la tele, mi licuadora y el juego de cubiertos de plata.

Mire usted, me regalaron una alcancía con un alma de marrano insaciable; la voy a regalar, coño. ¡Ya no tengo para alimentarlo!

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Adrián Herrera
  • Adrián Herrera
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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