Le preguntan a Charles Simic cuándo decidió convertirse en poeta: “Nunca lo decidí. La verdad es que no tenía ningún plan. Estaba contento con ir a la deriva”.
Primero nos enseñaron que la vida tenía un sentido implícito y que había que develarlo de acuerdo a una serie de preceptos, reglas y revelaciones divinas. Luego descubrimos que no, que debíamos otorgarle un sentido, aunque sospechábamos que, en el fondo, no lo tenía.
El confinamiento por la pandemia desató una serie de reacciones que generaron esta necesidad imperiosa de encontrarle un sentido a las cosas. Porque con la distracción de las redes sociales y los medios electrónicos también vino un proceso de reflexión.
Si estamos aquí por mero accidente –lo cual acepto–, eso no determina ningún tipo de acción o presunción. Supongo que esa libertad puede hacer de nuestra existencia algo muy atractivo.
Por otro lado, la sociedad nos presiona a encasillarnos en puestos y oficios específicos necesarios para el sistema en que vivimos, pero eso cambia con el tiempo. No creo en la predeterminación: los intereses y búsquedas de una persona cambian conforme evoluciona. Pero hay que reconocer justamente eso: un sentido socialmente determinado y uno personal.
La vida tiene ímpetu, pero no posee una finalidad específica, es decir, una meta. No es un ganar una competencia o alcanzar la cumbre de una montaña para después morir. Percibimos nuestras acciones como una progresión lineal. Pero la presencia de conductas cíclicas proyectan esa parte de la naturaleza que se comporta de otra manera; estamos efectivamente atrapados en revoluciones y rotaciones que influyen no solo en nuestra fisiología, sino en nuestra percepción del tiempo. Todos los días son distintos; ni se perciben igual ni ocurren las mismas cosas, aunque tengamos vidas monótonas y aburridas, todos los días son esencialmente distintos. Sí: reconocemos en ellos elementos similares tales como continuidades atmosféricas, épocas del año culturalmente diferenciadas, aniversarios y festejos religiosos y así, pero cada día ocurre con características que le son propias y que son irreproducibles, aunque nos esmeremos en creer lo contrario. Pero son solo apariencias convenientes.
Comencé estudiando medicina. Luego me puse a trabajar en el negocio familiar, de ahí me volví artista plástico, después me enseñé a cocinar, más tarde aprendí fotografía, pero también me di cuenta de que siempre había escrito. Luego aquí no es posible advertir ningún tipo de vocación o de predisposición hacia nada más que a hacer lo que me sale del forro de las pelotas. Quizá cuando joven, experimenté esta sensación de angustia y ansiedad por definir lo que tendría que “ser” a partir de lo que hacemos. Mire, hacer es circunstancial. Usted no tiene que demostrar nada ni medirse a partir de un logro.
Un día, mientras caminaba por la playa, me topé con un tronco deslavado y abandonado. Sencillamente estaba ahí, estático, reflejando el sol y proyectando sombras. Por un momento sentí que nosotros habíamos sido echados a nuestra suerte por fuerzas más allá de nuestro control, incapaces de hacer nada al respecto. Claro, no estoy diciendo que seamos un puto tronco en la playa que viene de quién sabe dónde y que fue a dar ahí por efecto de las corrientes marinas, no. Argumento que hay un efecto liberador y relajante en asumir que no tenemos que hacer nada. No digo que debamos pensar o actuar así. Solo siento que es como estar de vacaciones frente al mar, mirando sin mirar, solo estando ahí, rascándonos las pelotas mientras el sol se oculta entre las tibias y lejanas olas, y pensando en la inmortalidad de las aguas.
Adrián Herrera