Hace unos días mi hija de 9 años preguntó: -Papá, ¿son reales los Reyes Magos? Iba manejando y casi me ensarto con el vehículo de enfrente. -Mira, -respondí-, depende de lo que entendemos por "real"; si con ello nos referimos a los personajes supuestamente históricos y que además se presentan todos los años en forma espectral a entregar regalos y dulces, pues no, no creo que sean reales. Si por el otro lado consideramos reales a las maquinaciones y estructuraciones que forman parte efectiva de una mitología y que están profundamente embebidas en nuestra cultura y tradiciones, entonces sí existen y son una experiencia real. -Entonces, -preguntó intrigada-, si los reyes no existen, ¿quién demonios deja los dulces en los calcetines el 6 de enero? -Saca tus propias conclusiones, contesté. A partir de ahí el viaje transcurrió en el más tenso e intrigante de los silencios.
Si bien no creo haber resuelto el problema por lo menos tengo la sensación de estar llevando a mis hijos en la dirección correcta; pienso que no es conveniente ni adecuado creer algunas cosas y que se debe tener el criterio correcto para aceptar otras.
Siempre me he preguntado sobre si existe un punto intermedio donde convivan en armonía la ciencia y la ingenuidad. Una lo cree todo y la otra todo lo cuestiona. Las dos niegan cosas que o no pueden demostrar como ciertas o no quieren aceptar como probables. Ambas tienen un punto ciego, un área oscura que no logran –ni quieren– dilucidar. Ambas son, en su estilo, posturas necias y anquilosadas en principios y supuestos fijos y ambas ignoran mucho sobre los mecanismos profundos que operan tanto en la mente como en la sociedad, y, más importante, a través de la historia.
Hay una renuencia a ver las cosas desde otro punto de vista, y esto porque hablamos de una actitud que bordea un –casi– fanatismo, una notable pereza mental, la necedad (ya lo dije) y un poco de ser obtusos y hasta pendejos. Hay que despertar mecanismos que nos permitan reconocer los fenómenos desde ángulos distintos a los acostumbrados, a los establecidos. Hemos levantado catedrales e instituciones con esqueletos teóricos e ideales que se vienen desarrollando desde hace milenios, pero la fase plástica y líquida de nuestro pensamiento nos fuerza a buscar nuevos rumbos, modelos y salidas insospechadas. Pero eso nos asusta y eludimos el llamado.
Hablemos de fenómenos paranormales y extraños: de vampiros, zombis, espectros y apariciones; de revelaciones, telequinesis, visitantes de otros mundos, viajeros en el tiempo, demonios, brujas y duendes, del tarot, la homeopatía, zoología fantástica, del contacto con los muertos y la predicción del futuro.
Me atrevo a defender toda superstición, ilusión y charlatanería no para promover su práctica sino como parte intrínseca de la experiencia humana; no creo en utopías donde viviremos en un paraíso racional, eso no es posible. De hecho, me parece que tal escenario apunta más hacia una distopía. La nuestra es una experiencia rica y extravagante que puede esconder quiénes somos y puede ser profundamente reveladora si sabemos descifrar sus códigos ocultos y develar sus tabúes.
Debemos reconocer estas manifestaciones como parte fundamental de la cultura e identidad de un pueblo, de una civilización. Mi pregunta es si es posible alcanzar un convenio razonable para integrar estos fenómenos aparentemente disparatados con la ciencia. No estoy seguro de que esto sea posible, porque tenemos una tendencia a ir hacia los extremos; así no hay manera de negociar una idea de la realidad y –de nosotros– que pueda aclarar un poco el camino. Ya lo dice el antiguo epitafio: "los extremos siempre se tocan". El problema es que cuando dos iguales se encuentran, se anulan. Y es en ese punto donde solo persisten la oscuridad y el silencio.
Por lo pronto creo que voy a tener un serio problema con mi mujer por el asunto de los dichosos Reyes Magos; presiento que el próximo 6 de enero no nos van a visitar.