Quien con monstruos lucha, cuide de no convertirse a su vez en monstruo.
Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti.
A veces es imposible involucrarse sin ser arrastrado.
Nietzsche
DOMINGA.– Regresar al sitio de Siria en el que estuve secuestrado con mis compañeros Andoni y Balint, durante la guerra, debía abrir el espacio para la reflexión, provocar preguntas sobre qué soy y cómo existo. Si fuera misticista, sería el milagro de haber sobrevivido, de estar a salvo del abismo, al-Hawiyah en árabe, fuera del alcance de los monstruos. No lo fue.
Lo que sí hubo, en contraste, fue un estremecedor retorno al caos, la angustia y la insensatez de la violencia, de todas las violencias, pero especialmente de ésta que trasciende miles de veces lo que soy y lo que significa mi existencia. Después de nuestro secuestro, vino la matanza.
En Alepo, quienes recuerdo, ya no están. Los que corrieron con suerte, se fueron. A los demás los mataron. Los retazos de infortunios individuales que he ido recogiendo por más de una década, se cosen y conectan frente a mis ojos como el tejido policromático de la tragedia de todas las personas que conocí.
En paralelo, la experiencia verdaderamente inmersiva es retornar al abismo, tratar ahora de reconstruir lo que experimenté, lo que experimentamos muchos.
Lo hago buceando por los registros digitales de decenas de diálogos cerrados y de conversaciones colectivas, hirvientes en conjeturas, sospechas y acusaciones –algunas muy injustas, como es común–, que sostuvimos en el intento de dilucidar qué había ocurrido y quiénes fueron responsables, tanto por denunciarlos como –fallidamente– para prevenir lo que vendría después: una trágica, abrumadora cadena de raptos y asesinatos.

Es enero de 2025, han pasado 12 años. Un lapso que no ha sido suficiente para esclarecer con certidumbre qué pasó y cuál fue la imprevisible, sorprendente… azarosa sucesión de coincidencias que salvó nuestras vidas y libertades.
Lo único horriblemente cierto es que casi todos los sirios involucrados están muertos, los que nos quisieron lastimar y también los que nos auxiliaron. Los pocos que viven, huyeron al exilio.
Dentro del pecho se me forma un tumor de suplicio incrédulo al constatar que mis remembranzas, que en algunos momentos son confusas pero mayormente vívidas, evocan rostros que ya no existen mientras yo sí.
Como el de Sultán, el de Abu Ali, los de Jim y Steven. Me acongoja en un estremecimiento y pone en cuestión lo que he creído o querido creer todo este tiempo, que peleé con monstruos desde la virtud, que me iluminé encegueciendo al abismo.
Y todo esto, mi gran lienzo, no es más que uno de los millones de pixeles que puntúan la fotografía sangrienta de la gran matanza siria.
El abismo invoca a otro abismo: el día del secuestro
En servicios de mensajería digital, empleo palabras clave para encontrar aquellas discusiones. Durante algunas, participaron usuarios que ya no están en esas plataformas, por lo que no se me permite ver sus nombres y tengo que adivinar de quiénes se trata y suponer por qué habrán desaparecido.
Identifico la huella de Andoni Lubaki, el fotoperiodista vasco que fue secuestrado junto al videasta húngaro Balint Slanko y yo. Ahora es un fugitivo de las redes sociales pero está bien, tanto que se me anticipó a regresar a Siria.
Cuando en diciembre de 2024 se dio la noticia de la inesperada caída del régimen de Bashar al Ásad, que nos tenía en una lista de vetados para entrar al país por haber ingresado por la zona bajo control guerrillero en 2013, cada uno de nosotros vislumbró, en su propia soledad, que finalmente tocaba volver a enfrentar lo que vivimos.
Andoni localizó tres sitios clave en Alepo: el punto donde nos capturaron en el barrio de Izaa, que en aquel momento estaba partido en dos por el frente de combate; y dos hospitales parcialmente convertidos en mazmorras y centros de tortura por grupos de yijadistas, el Pediátrico y el Oftalmológico.
Era un 22 de enero. Los tres viajábamos en el asiento trasero de una camioneta. Andoni, del lado izquierdo; Balint, en el medio.
Nos dirigíamos a uno de los puntos de contacto entre los dos ejércitos, a verificar cómo se encontraban algunos combatientes que habíamos entrevistado el día anterior, tras los intensos enfrentamientos que habíamos escuchado durante la noche, cuando oíamos los zumbidos de las balas que escapaban desde la colina sobre la que se erige el barrio de al Izaa para atravesar el cielo en la sólida oscuridad y golpear las paredes y los postes, pocos metros arriba de nuestras cabezas.

Aref, un sirio de unos 21 años que era el conductor, detuvo el vehículo en la esquina en la que me encuentro de pie hoy, justo el día de aniversario del incidente. Faltaban unas tres calles. Le preguntamos por qué no avanzaba. Respondió: “De aquí, caminamos”. Pero no hizo ademán de descender. Solo apagó el motor. En ese momento nos sorprendieron los encapuchados, apuntándonos con sus fusiles.
‘Abyssus abyssum invocat’. El abismo invoca a otro abismo.
Años después, Ali Kasmou, un sobrino del jefe de la katiba (escuadra) insurgente a cargo de la zona, llamado de Abu Ali, le contó a Andoni que llegaron tarde y solo alcanzó a hacer unos pocos disparos para detener los coches a los que nos subieron y que ya se marchaban, pero se detuvo por temor a herirnos.
Ahora, con mi amigo fotógrafo Italo Rondinella y el periodista sirio Ahmed Roumi, recorro las calles de al Izaa: la gente ha recuperado la normalidad a pesar de que los balazos siguen marcados en las paredes y las ruinas de los edificios continúan dando testimonio de las bombas.
Puedo ver a lo lejos uno de los nichos desde los que disparaban los francotiradores, detrás de los restos de algunas de las mantas colocadas para bloquearles la visión, que nadie ha retirado. Protegían la vida y la vida va. Siempre va.
“¿A quién hacer preguntas?”: la francesa que salvó varias vidas (incluida la suya)
En 2012, una alianza entre Al Qaeda y las tribus tuaregs del Sáhara estuvo a punto de conquistar Malí, un país de África Occidental. Como París les echó a perder la jugada al enviar a sus tropas a salvar al gobierno local, los yihadistas anunciaron que ahí donde hubiera un francés, irían a cobrar venganza.
Camille Courcy confiaba en que su origen parcialmente marroquí, su brillante piel tostada y el adecuado uso del hiyab la ayudarían a pasar desapercibida en Siria. Pese a ello, los secuestradores habían sido informados de que alguien de Francia trabajaba con nuestro grupo y era el objetivo central del secuestro.
Balint había estado señalándole a Camille que ella solo tenía 23 años, que era francesa, que carecía de experiencia en conflictos armados y que esa guerra, la de Siria, era precisamente el lugar donde uno no iba a aprender, pues hasta los periodistas más experimentados estaban cayendo uno tras otro.
Ella rechazó la intromisión y justo ese día, molesta, decidió no acompañarnos. Así fue, sin querer, por el juego del azar, que salvó varias vidas, la suya y las nuestras.
En 2023, Camille grabó un video sobre su experiencia en el que cuenta que aquel día, en Alepo, se encontraba esperándonos en el centro de medios donde dormíamos:
“De repente, el chofer que los acompañaba entra al departamento, entra en pánico y me arroja una pistola, y me grita en esa especie de mezcla de inglés y árabe que no entiendo muy bien, que me encierre en el departamento; sin explicarme nada más”.
“Entonces me pongo lívida. No entiendo en absoluto lo que está pasando. Obviamente, entiendo que algo muy grave está ocurriendo y sigo estas instrucciones al pie de la letra y me encierro en el departamento”.
“Finalmente también regresa al departamento el traductor sirio que los acompañaba y allí me explica que los seguían dos coches y cuando se detuvieron, unos hombres armados se los llevaron a la fuerza. Uno de los captores liberó a los dos sirios, pero se llevaron a tres colegas periodistas. No sabemos a dónde ni quiénes”, explica Camille.
Nuestra compañera recuerda haberse quedado entonces “muy preocupada por ellos y, por cierto, también por mí: soy la única extraña en el departamento, con chicos a los que solo conozco desde hace tres días, y mis colegas extranjeros desaparecieron mientras salían con ellos”.
“Entonces, ¿a quién hacerle preguntas? Realmente no soy del tipo que entra en pánico en un momento así. Intento pensar con calma y sobre todo encontrar una pista para recuperarme y encontrar a mis compañeros, y luego me digo que hay que inspeccionar bien el auto en el que fueron secuestrados”.
“Bajo del departamento y me encuentro allí, en la parte trasera del auto, en el suelo, la cámara milagrosa de Balint. Rápidamente, vuelvo al centro de medios, la conecto a mi computadora y allí descubro este video. Realmente, me parece completamente loco que Balint haya logrado filmar el inicio de su secuestro.
“Creo que he visto este video al menos 50 veces, porque, de hecho, en un momento, vemos una parte de la cara de uno de los tipos que secuestró a la gente. Así que ahora pienso que puede que haya una pista y pregunto si la gente en el centro de medios, si han visto esa cara, y si conocen a ese hombre, pero de repente, no entiendo nada”.
"De pronto llegaron hombres armados enmascarados": Témoris Grecko, periodista, vuelve al lugar donde fue secuestrado hace 12 años en Siria y cuenta como sucedieron los hechos
— Notivox (@Milenio) September 7, 2025
????: Témoris Grecko pic.twitter.com/T1vQGoujlX
Un túnel entre la vida y el dolor: la angustia de recordar
En el este de Alepo, dos hospitales que fueron como dos abismos, se unen bajo tierra por un túnel. Hay un fuerte contraste entre ambos: encuentro que en el Pediátrico, que fue reconstruido, todo es nuevo, la pintura es reciente, el metal de los elevadores brilla; el Oftalmológico está en ruinas.
Así lo dejaron las batallas entre grupos yijadistas por su control y los bombardeos de aviones del gobierno sirio y de la fuerza aérea rusa, con los que finalmente capturaron el sitio con el resto de la ciudad, en 2016.
En enero de 2013, el de niños estaba bajo control de Jabhat al Nusra (Frente por la Victoria), que era el brazo en Siria de Al Qaeda, y el de ojos, en manos de un grupo supuestamente subordinado a él.
Esto es relevante porque, entre varias versiones sobre quién nos secuestró, los años han dejado dos en pie. Una es que fue Jabhat al Nusra. La otra es que fue la segunda banda, uno de los embriones de lo que después se convirtió en Estado Islámico (al que en Siria conocen como Daesh mientras que en Occidente, se insiste en llamarla ISIS, por las siglas que dejó de usar en 2014).
Todavía leo a quienes, por ignorancia o por propaganda, suelen presentar a Daesh como expresión de Al Qaeda o como su aliado, aunque es exactamente lo opuesto.
Más radical, Abubakr al Baghdadi, su autonombrado “califa”, rompió con Osama bin Laden y se convirtió en su peor enemigo en abril de 2013, apenas semanas después de que estuvimos secuestrados por los hombres de uno o del otro. A pesar de los millones de dólares invertidos por las potencias occidentales en destruir a Al Qaeda, quien masacró a miles de sus miembros y simpatizantes fue Daesh.

Sus militantes son apodados takfiríes. Un takfiri es un apóstata del Islam, alguien que abandonó la religión. Por supuesto, como monstruos que se creen los más virtuosos, los de Daesh se consideran los musulmanes más devotos de todos los devotos pero, para justificar la carnicería que hacen con otros fieles, acusan a todas sus víctimas de renegadas, de takfiríes, y así se ganaron que los llamen como lo que odian.
Cuando nos secuestraron, los ascensores del Pediátrico no funcionaban. Nos hicieron bajar al sótano por las escaleras, maniatados y encapuchados. En realidad, no necesitaban cubrirme los ojos. Uno de ellos me había quitado las gafas para romperlas. Entonces era miope con diez dioptrías en el ojo derecho y ocho en el segundo.
Detrás de la tela apenas percibía luz y figuras, como la de alguien que, por su voz, me pareció un adolescente que se acercó a mí, dijo algo que sonó agresivo e intentó hacerme algo, pero se lo impidieron. O eso sentí. Los tres coincidimos en que en la entrada del edificio había gente que parecía estar esperando, por lo que supusimos que se ofrecía algún tipo de servicio público, pero no alcanzamos a reconocer que era un hospital.
Ahora, Italo me graba en video al reconstruir los hechos. Sostengo mi peso recargando la frente en la pared, como nos obligaron a hacer para facilitar que nos revisaran. Nos quitaron cientos de dólares, el equipo fotográfico y los pasaportes.
Solo faltó el de Andoni. Le preguntaban su nacionalidad, él respondía que era vasco, eso no les sonaba a nada e insistían en que era francés. Estremecido por que pudieran quedarse con una idea tan inconveniente, le pedí decir que era español. Lo hizo casi con dolor.
Nos permitieron quitarnos las capuchas tras encerrarnos en nuestra mazmorra. Era grande, de unos cuatro por ocho metros. Hoy es un almacén, fraccionado en compartimentos.
Solo queda una ventana larga y horizontal que da al exterior, que era elevada para nosotros aunque afuera está a nivel del suelo, y que dejando pasar una luz menguante, alimentaba nuestro sueño de escapar. Un sueño muy borroso para mis ojos inútiles: si había alguna oportunidad de escapar, no podría detectarla; si lográbamos huir, sería un fardo para mis compañeros.
El recuerdo duele pero la intensidad de la luz, los asépticos acabados, los uniformes médicos, de alguna forma distraen o compensan. Todo lo contrario de lo que fue recorrer el Oftalmológico. Solo aproximarnos al edificio me agudizó la sensación de ahogo y angustia.
Un año después de nuestro cautiverio, las milicias rivales se enzarzaron en una batalla tremenda por el control de esas instalaciones. Una nota de AP, del 9 de enero de 2014, dice que antes de ser expulsados por los leales a Al Qaeda, los de Daesh mataron a sus cautivos.

Aunque a nivel estructural, el edificio parece sólido, todo lo demás son escombros. Escombros en la oscuridad, amontonamientos de despojos, desgracias y lamentos. Andoni me habló de huesos humanos que fotografió ahí. Los hombres que ahora guardan el lugar, armados por lo que pudiera ocurrir, nos explican que entre las ruinas no han podido encontrar la entrada hacia los sótanos donde torturaron hasta la muerte a muchas personas.
Solo el túnel subterráneo, entre ambos abismos, confirma que hay una conexión con ese inframundo. Accesible desde el Pediátrico, está parcialmente abierto, renovado y ocupado. No pudimos recorrerlo por completo, pues una puerta de acero clausura el paso.
Traicionados y confundidos: con la muerte sobre el cuello
El único sobre el que no pesan dudas es Sultán, un chico de 19 años que venía en el asiento del copiloto en la camioneta que conducía Aref, con un fusil, en funciones de guardia. No podía hacer nada contra nuestros atacantes, alrededor de diez.
El breve video de la cámara de Balint, rescatado por Camille, muestra que el asiento de Sultán de pronto estaba vacío. Escapando en un suspiro, corrió hasta encontrar a los miembros de la katiba de Izaa, la de Ali Kasmou y Abu Ali. Después fue al centro de medios, donde explicó lo ocurrido.
La expresión “centro de medios” hace imaginar algo mucho más grande y serio. En realidad, se trataba de un arruinado departamento de dos recámaras donde recibían a periodistas extranjeros a cambio de un pago en dólares.
Ahí intentábamos dormir –cuatro o cinco apestosos en una sola cama–, lavarnos si había algo de agua, conectar nuestros aparatos y usar internet cuando encendían el pequeño generador de electricidad.
Lo llamaban Aleppo Press Center (APC). El jefe, Abdullah al Yasín, podía alquilarnos un vehículo y enviarnos con sus empleados, como Aref y Sultán, a las zonas de combate y otros sitios.
En un principio, los encendidos debates por mensajería digital que sostuvimos en 2013, en distintos grupos, coincidían en que habíamos sido entregados por gente de nuestra confianza, traicionados, pero no había acuerdo sobre quién lo hizo: si fue Aref, por su cuenta; o bien bajo las órdenes de Abdullah.
También hubo quien señaló a Nour, una joven fotógrafa siria que con su pareja, Hamid, tenía el Aleppo Media Center (AMC), es decir, era la competencia, y su intención habría sido darle un golpe bajo al APC para desprestigiarlo ante la prensa extranjera y arrebatarle el negocio.
La confusión en estas discusiones era tal que uno de mis compañeros, sin darse cuenta, llegó a revelar que alguien más tenía sospechas sobre Nour, justo en un grupo en el que estaban ella y Hamid… a pesar de que eran las personas que más nos habían ayudado.
En su narración, Camille contó que, en medio de la incertidumbre, cuando descubrió que en las imágenes aparecía medio rostro de uno de los secuestradores:
“Abdullah se enfurece, quiere que borre el video de mi computadora. Obvio, me niego categóricamente porque sé que es la única pista que tenemos para encontrar a mis compañeros, y ahí, lo admito, realmente estoy empezando a tener dudas y desconfianza hacia la gente que me rodea en el centro de medios. En estos momentos, es muy fácil volverse paranoica y a veces con buenas razones. Yo estoy al final de la cadena, realmente no conozco a estos chicos pero por el momento no tengo otra opción. Tengo que quedarme aquí, está oscureciendo y lamentablemente no conozco a nadie más en la ciudad”.
Si Sultán pudo escabullirse y dar la voz de alarma, Aref, a quien nuestros captores le dieron algunos manotazos en la cabeza antes de dejarlo ir –probablemente para simular que también era una víctima–, se encerró en su casa, supuestamente a dormir.
El fotógrafo griego Achilleas Zavallis tuvo que ir a buscarlo a su cuarto para tratar de que diera alguna información. Él mismo, Nour, Hamid y el alemán Kai Wiedenhofer recorrieron los cuarteles de la variedad de milicias, brigadas y comités de la zona rebelde, preguntando y presionando por nuestra liberación.
Por nuestra parte, encerrados, pensábamos que averiguar quién nos tenía en sus manos –matones del gobierno, yijadistas de Al Qaeda o miembros de un grupo menos radical– era la clave que revelaría por qué nos habían secuestrado y cuál podría ser nuestro destino, una de tres opciones: pronta liberación, larguísimo cautiverio con torturas o un sádico asesinato.
A medianoche, tras unas catorce horas, nos volvieron a atar las manos y encapuchar, y nos subieron a una camioneta en la que un combatiente a mi espalda me golpeaba la nuca con el cañón de un fusil.
No descartábamos que pudieran llevarnos a nuestra ejecución, pero parecía ilógico, ¿para qué tomarse tantas molestias? Queríamos pensar que nos llevaban a ver a su emir, su jefe, que podríamos explicarle quiénes éramos y convencerlo de soltarnos vivos.
“Será un tipo razonable, el emir”, dijo Balint.
Nos sacaron de la ciudad. No llegamos a ningún sitio donde pareciera que podía haber un emir, sino a un descampado. Desde un principio nos habían despojado de las chamarras y ahora nos ordenaron quitarnos las botas. Y bajar, con los pies descalzos, a pisar el suelo pedregoso y helado del invierno en Levante.
Cegados por la tela, escuchamos que el coche se alejaba unos metros, daba la vuelta y aceleraba acercándose a nosotros. Parecía que sí se iban a tomar la molestia, que en lugar de gastar municiones escasas y costosas, nos iban a arrollar.
Pensé en Martín, mi muy querido tío, enfermo y agonizante en México, del otro lado del mundo. Si no moría del dolor físico, mis malas noticias iban a terminar la tarea. Pero pasaron a un lado de nosotros. Se marcharon.
Confundidos, decidimos creer que nos habían liberado. ¡Eso era todavía mejor que ver al emir! ¿Sí estaba pasando? ¿Simplemente nos dejaron en la salida del abismo?
Buscando luces en la oscuridad y tocando puertas, alguien nos indicó dónde estaba un cuarto donde montaban guardia unos guerrilleros.
¿Y si eran del mismo grupo que nos secuestró? Tomamos el riesgo. Nos dejaron calentarnos unos minutos junto a una chimenea mientras, suponemos, preguntaban qué hacer con nosotros.
Luego nos llevaron en una camioneta a un lugar desconocido… donde encontramos las sonrisas destellantes de Nour, Hamid, Achilleas y Kai. Era la sede de la Liwa al Tawhid o Brigada de la Unicidad, que en ese momento era el mayor de los grupos rebeldes. Islamista… pero no tan radical.

Los infortunios que no sufrimos: días de llanto
Entran un húngaro, un vasco y un mexicano… ¿qué se puede hacer con eso, además de un chiste?
Buscaban a alguien de Francia pero no había. Estadunidenses o británicos les hubieran sido útiles para obtener recursos o concesiones. Un trío como nosotros, no.
Pronto nos convertimos en un problema para nuestros secuestradores porque la movilización de nuestros colegas alertó a los otros grupos, como la misma Liwa al Tawhid, en una época en la que algunos jefes rebeldes estaban convencidos de que el presidente Barack Obama les iba a dar dinero y armas, y querían evitar ser vistos como terroristas asesinos de reporteros. Sobre todo si tenían nacionalidades de las que no les servían para nada.
En ese momento, era una imagen tan mala que ni siquiera le gustaba a Jabhat al Nusra: a principios de enero de 2025, días antes de mi retorno a Siria, Andoni logró hablar con el único de nuestros carceleros que sobrevivió a la guerra, Abu Hamza, quien le aseguró que la propia organización, que también consideró matarnos y olvidarse del asunto pero estaba bajo presión de otras milicias, ordenó liberarnos.
Nuestra historia hubiera sido totalmente distinta si uno de nosotros hubiese tenido alguno de los pasaportes favoritos. Como nuestros amigos Jim Foley y Theo Padnos, ambos estadunidenses.
Jim había sido secuestrado dos meses antes que nosotros, en noviembre de 2012. Bajo convocatoria de sus padres, muchos periodistas que cubríamos Medio Oriente hicimos campaña por su liberación hasta que Daesh tuvo la ocurrencia sangrienta, en agosto de 2014, de lanzar una campaña promocional con videos en los que los combatientes decapitan a sus cautivos. Jim fue el primero.
Conocí a Theo en Beirut, Líbano, en noviembre de 2011. Juntos hicimos un intento de ingresar legalmente a Siria, pero nos rechazaron. En octubre de 2012, él logró entrar desde Turquía, pero fue secuestrado. Como su familia decidió negociar un rescate económico con sus captores, en total discreción, no podíamos mencionar el caso en público. En mi libro Canás. Francotiradores de la Siria rebelde, que publiqué en 2013, me refiero a él como George.
Quien tenía a Theo era Jabhat al Nusra, el mismo que nos secuestró. Y ahora, al leer su propia crónica, descubro que también estaba en el Hospital Pediátrico, al que llama Aleppo Children’s Hospital. Al mismo tiempo que nosotros. Theo narra las horribles torturas y los constantes abusos que le infligían diariamente. Tan solo leerlo es muy doloroso.
En una ocasión en que nos llevaron al baño, al regresar a nuestra mazmorra, a través de las capuchas, logramos percibir el paso en sentido inverso, a un lado de nosotros, de una fila de prisioneros. También escuchábamos gritos escalofriantes. Pero no nos golpearon. Es una diferencia fundamental, cuya causa desconocemos.
Puede ser que se ensañaran con él tan solo porque es estadunidense, en tanto que nosotros no teníamos importancia.
Narró que lo mantenían en solitario hasta que, “en la tercera semana de enero de 2013”, es decir, unos días antes de que nos llevaran ahí, secuestraron a su compatriota fotógrafo Matthew Schrier.
Antes de leer el texto de Theo, yo sabía que ambos habían intentado escapar a través de una pequeña ventana, por lo que me anticipé a pensar que fue la que nosotros veíamos arriba en nuestra celda, alargada y horizontal, a ras del suelo del exterior.
Me equivoqué. Hacia julio de 2013, los trasladaron a lo que Theo llama rancho. Importa poco dónde me encontraba en ese momento pero me acongoja y me alivia, a la vez, que había regresado a México y trataba de recuperarme, entre mi gente, mientras en Siria, ellos descubrían una ventana por la cual salir. Acordaron que Schrier lo haría primero y después ayudaría a su compañero. Theo asienta en su crónica que:
“La primera parte de la operación transcurrió sin problemas. Pero la segunda parte no salió como estaba previsto. Matt logró escapar y finalmente regresó a casa. Yo quedé detrás”.
El terrible cautiverio de Theo se prolongó por 22 meses, hasta que lo entregaron a la Cruz Roja del otro lado de Siria, cerca de la frontera con Jordania.

En la noche del 19 de agosto de 2014, en Londres y a punto de tomar un avión, otra vez rumbo a Ciudad de México, me llegó la noticia de que Daesh había decapitado a Jim, lo había grabado y difundido por internet. No he querido ver ese video jamás. Lloré a lo largo de todo el vuelo. Por Jim, por Theo –del que no había noticias–, por tantos compañeros secuestrados y asesinados.
Pero sobre todo, lloré porque, habiendo caído al abismo como ellos, yo estaba vivo. No lo sabía pero Theo también. Por fortuna. La noticia de la barbarie le llegó en cautiverio:
“Media docena de altos mandos de Jabhat al Nusra llegaron a una reunión. La mayoría tenía el vídeo de la ejecución de James Foley en sus móviles. ‘¿Lo viste?’, me preguntaron, riendo y agitando los teléfonos. ‘¿Quieres volver a verlo?’ Estaban de muy buen humor”.
“‘¡Oye, estadunidense!’, me gritaron. ‘¿Ves lo que Daesh hace a la gente? ¿Y si te pasa a ti? ¿Te gustaría?’”.
No le dijeron que estaban a días de dejarlo libre, gracias a la mediación de Qatar. Lo hicieron el 24 de agosto.
Ojalá este hubiera sido el último secuestro. Pero Daesh estaba en fiesta de sangre y jugó la broma de convertir a un periodista inglés, John Cantlie, en un monstruo como ellos, en un “presentador” de sus videos abominables, forzándolo a describir y elogiar a cámara las proezas del califato.
No se conoce su destino. Y el 2 de septiembre, el Estado Islámico presumió ante el mundo en video el degüello del reportero estadunidense Steven Sotloff.
En mi revisión de las conversaciones de aquella época, descubrí que Steven me contactó el mismo día en que fuimos liberados, el 23 de enero, a través de una red social. Escribió:
“Me alegra que estén bien. ¿En dónde los capturaron? ¡Regresa a Estambul y disfruta unos tragos por algunos días!”
Quiso ser precavido para evitar un rapto. La información que le di le sirvió de nada.
Traidores y exilio: también hay buenas noticias
Nuestro caso y los de otros compañeros no sirvieron para evitar el festival de secuestros que se montaron en los meses siguientes. De periodistas de varias nacionalidades, incluida la española.
El vasco Andoni, a final de cuentas, sí les hubiera servido, porque después se llevaron a varios de nuestros amigos, por los que el gobierno de Madrid pagó rescates millonarios y todos regresaron a sus hogares.
- Marc Marginedas; retenido cinco meses y 26 días, una parte de ese tiempo en el Hospital Oftalmológico.
- Javier Espinosa y Ricardo García Vilanova: seis meses y 14 días; de 2013 a 2014 y de 2015 a 2016.
- Antonio Pampliega, Ángel Sastre y José Manuel López: nueve meses y 26 días.
Más allá de lo que ocurría con los extranjeros, en cualquier caso, el drama local estaba a toda marcha. A toda sangrienta marcha. Fue acelerado por nuestro rapto, que agudizó las disputas entre Jabhat al Nusra, Daesh, Liwa al Tawhid y otros grupos de la oposición.
Abdullah podía haber participado o no, igual estaba bajo sospecha y su centro de medios se vino al suelo, pues los periodistas no querían trabajar con él. Culpaba a Aref. Este fue a confrontarlo y afuera del edificio donde solíamos dormir, uno de sus acompañantes mató al jefe.
Una versión le atribuyó el disparo a Abu Qutteiba, uno de los líderes del embrión de Daesh que nos secuestró. Pero a Andoni le dijeron que lo hizo Omar, un veinteañero al que Abdullah había enviado a acompañarnos algunas veces, y que me parecía muy despreciable cuando alardeaba, como si yo fuera su cómplice, de que se sentía “nervioso” porque “no he matado a nadie en una semana”. Este tipo, de quien dicen que se unió a Estado Islámico, murió en un bombardeo.
A Abu Ali, el jefe de la katiba de al Izaa, y a su sobrino Ali Kasmou, los llamaron traidores por haber tratado de impedir nuestro secuestro y haberle exigido al mismo Abu Qutteiba que no nos mataran.
Abu Ali era un cuarentón simpático al que conocimos jugando a los vaqueros, a un lado del frente de combate, y haciendo que un médico le examinara el corazón roto de amor. Lo encerraron en una mazmorra para dejarlo morir de hambre. A Ali Kasmou, que también fue secuestrado pero logró escapar a Turquía, le enviaron una foto del cadáver de su tío, esquelético, con el mensaje “game over”.
“Lo mataron por nosotros, en parte. Es algo que llevaré dentro toda mi vida”, me dijo Andoni.
Sultán corrió una suerte similar: lo raptaron en diciembre de 2013 y lo encerraron en el Oftalmológico. Después de dos semanas, cuando Daesh estaba perdiendo la batalla por el control del edificio, hizo una matanza con sus cautivos –medio centenar–, incluido el muchacho. Vi la foto de su cadáver en Facebook.
Aref, el traidor, anda por ahí pasándola bien: Andoni ubicó una cuenta de Instagram con 65 mil seguidores en la que el sirio publicaba fotografías de fiestas en centros nocturnos de Suecia, pero que cerró cuando mi compañero vasco intentó contactarlo. Según Ali Kasmou, se dieron cuenta de que usaba nombres falsos y no era de Alepo, sino de la ciudad de Homs. Ahora podría estar usando otra identidad.
Con Steven Sotloff, secuestraron a Yosef Abobakr. Esto me dolió porque este sirio, de unos 19 años, era una de las personas más amables y alegres que conocí en Alepo, antes de nuestro rapto.
Días después de que nos liberaron y salimos del país, publicó fotos de su boda, así como un video en el que alguien le pregunta por qué va a desposar a su amada Ghada en tiempos como esos.
“Porque no sé cuándo va a terminar la guerra. ¿Quizás diez años, cinco años? Necesito casarme, esta es mi vida. No puedo esperar por nada”.
De alguna forma, Yosef se salvó. Según veo en su página en una red social, él y su esposa lograron refugiarse en Turquía y regresaron a Alepo el 26 de enero, justo en los días en que yo estaba ahí. ¡Qué lástima que no lo supe!
No es la única buena noticia, aunque al principio parece otra cosa:
El asesinado jefe del APC, Abdullah, tenía un hermano llamado Ghassan, quien por alguna causa, creyó que Hamid, el novio de Nour, la pareja que se movilizó para que nos liberaran, lo había matado.
El asunto se elevó al alto tribunal de redes sociales, donde hicimos campaña para convencer de que nuestro amigo no estuvo involucrado. Aunque las cosas se aclararon, la guerra robaba poco a poco las vidas de Nour y Hamid. Ella fue herida en un ataque aéreo, mientras tomaba fotos. Se casaron, lograron salir de Siria y ahora radican en un país europeo.

Aúllan los fascismos: los monstruos siguen ahí
El viaje a Alepo –retorno al secuestro– no resultó como había pensado. Es normal, en la cobertura de conflictos las cosas no suelen darse como uno planea. Nunca quedó más claro como en 2013, en esta misma ciudad. Ahora, no obstante, esperaba que pasara algo bueno, una revelación positiva, una inspiración que me permitiera alumbrar el abismo y espantar a los monstruos, para contar la historia con un ángulo positivo.
Eso es lo que intento hacer siempre en mi trabajo y en mi vida, algo así como una directriz existencial. Hacer luz con fango, mirar más allá de los barrancos. Ahora, sin embargo, no son mis dedos los que transforman el lodo. Se disuelven en lodo. Soy mirado.
“...son muy pocos los sujetos que pueden no sucumbir en una captura monstruosa, ante la ofrenda de un objeto de sacrificio a los dioses oscuros”, escribió Lacan.
La gente que me quiere no dejó de hacerme preguntas:
“¿Qué sientes? ¿Qué aprendes? ¿Qué logras entender?”
Me sentí abrumado porque no tuve respuestas. Quería obsequiarles algo bueno. Ni siquiera podía hallar algo malo. Me palpaba el pecho y lo percibía vacío en mi confusión, mi azoro… mi dolor. ¿Por qué seguimos vivos, Andoni, Balint y yo, después de tantas tragedias? ¿Por qué no nos lastimaron?
Y tantos murieron horriblemente. La matanza.
Busco confort en mi amigo, el poeta damasceno Nouri al-Jarrah:
“Sirios perecederos, sirios que tiritáis en las costas, sirios errantes por todos lares, no os llenéis los bolsillos con tierra muerta. Abandonad esa tierra y no muráis. Morid en la metáfora, no muráis en la realidad. Dejad que la lengua os entierre en sus descripciones y no muráis para ser enterrados en la tierra. La tierra no tiene mayor memoria que el silencio”.
Andoni admitió:
“No me importa lo que sufrí yo, me importa que tuvimos muchísima suerte y que por librarnos a nosotros, o claro, no solamente por librarnos a nosotros, sino por las luchas internas… pero lo utilizaron de excusa para matar a Abu Ali, a Sultán, a otros”.
En las minas ilegales de Venezuela, en los volcanes del Congo, en Mindanao y en Guerrero, no he tratado de ser, como presumía Díaz Mirón, “plumaje que cruza el pantano y no se mancha”.
Entiendo que el dolor duele y se queda, que no podemos hacer malabares para narrarlo y escupirlo. Nos lo comemos. Sí intenté, en cambio, luchar con monstruos sin convertirme en monstruo, desairar a Nietzsche mirando largo tiempo al abismo y contarlo sin que mirara en mí.
No sé si es posible. Y no debo falsear que sí. No debo, no quiero y seguramente no puedo.
Tanta gente ha muerto alrededor de mí, de nosotras y nosotros, seres humanos, que no es posible fingir que no somos un poco monstruos. En 2011, las revoluciones árabes –lo que alguien etiquetó “primavera”–, abrieron una etapa de esperanza que fue muy breve. En enero de 2013, ya se iba difuminando. Muy pronto, todos esos pueblos que se levantaron en la ilusión estaban de nuevo aplastados, mucho peor que antes.
Doce años después, en el mundo, aúllan los fascismos y crepitan los abismos.
Y millones que siempre se pensaron píos, que no querían mirar al abismo porque era desgracia de otros, se descubren mirados por el abismo, pero no se asustan ni se lamentan, sino que se entregan a los cuencos perversos de sus ojos y claman por que algo podrido sea grande otra vez.

Presidente y emir: es hora de subrayar la esperanza
El régimen de Bashar al Ásad cayó el 8 de diciembre de 2024, tras una ofensiva de solo 12 días que terminó con una guerra de casi 14 años. La llevó a cabo una coalición de milicias, muchas de las cuales estaban enfrentadas hasta solo unas semanas antes, que se unieron al entender que el gobierno había quedado vulnerable, porque quienes lo sostenían, Rusia, Irán y la milicia Hezbollah, estaban debilitados por su ofensiva contra Ucrania, el primero, y por el conflicto con Israel, los otros.
Quien las logró unificar era conocido como Abu Mohammed al Jolani y ahora, ya como presidente de la República Árabe Siria, retomó su nombre de nacimiento, Ahmed al Sharaa.
En enero de 2013, Abu Mohammed al Jolani era el líder de Jabhat al Nusra. El hoy presidente de Siria era entonces el emir que ansiábamos ver. ¿Cómo es que Andoni y yo, cada cual por su lado, creímos que era buena idea regresar al país cuando lo gobierna el jefe de nuestros secuestradores?
No estamos locos. Aunque la propaganda del bando perdedor quiso convencer de que Siria había caído en manos de Al Qaeda y Daesh, ya hablé de la mortífera guerra entre ambas, y después, el 28 de julio de 2016, el propio Al Jolani rompió con Al Qaeda y de 2017 a 2019, enfrentó y reprimió a grupos todavía leales a la organización fundada por Osama bin Laden. Al Nusra tuvo cambios de nombre hasta tomar el actual, Hayat Tahrir al Sham.
Su origen es yijadista, no hay duda. Pero Al Jolani cambió de filiación: se acogió al apoyo financiero y militar de Turquía. Este país es el nuevo “hermano mayor” de Siria y ahora negocia los términos de su recién conquistada influencia militar y económica.
Al tomar el poder, Al Sharaa cambió las vestimentas yijadistas por traje y corbata y el discurso radical por uno de conciliación y unidad nacional; combate a los remanentes del viejo régimen, con dureza que deja demasiadas víctimas civiles pero avanza en acuerdos con etnias minoritarias; y en general, da la impresión de que le dieron asesorías para actuar como jefe de Estado y las asimiló bien.
En lo que toca a los periodistas, ya no nos secuestran. No deja de costarles trabajo, pero a Al Sharaa y a los suyos les interesa mostrar su mejor cara.
No se puede decir todavía si el camino que están recorriendo en Siria va a sacarlos de las profundidades abisales que alcanzaron.
Solo puedo confirmar, con millones de testimonios, que la de los Al Ásad, el papá Hafez y el hijo Bashar, que fueron los únicos dos presidentes a lo largo de 54 años, era una de las peores y más sangrientas dictaduras de un Medio Oriente plagado por ataques sangrientos, y que los que lo sufrieron –suníes, kurdos, palestinos, cristianos, drusos y los mismos alawitas de entre los que surgieron los Al Ásad– respiran como no lo habían hecho en medio siglo.
Aunque tengan encima a Israel y a Washington, que adelantan en imponerles sumisión. A pesar de que sea tan difícil superar los odios sectarios, que se siguen traduciendo en violencia. Los sirios, en todo caso, tratan de aprovechar que se asomaron por una ventana a la pacificación para atravesarla –aunque tantos no pudieron lograrlo– y explorar nuevas rutas, inevitablemente juntos.

Hay algo bueno en esta historia, a pesar de todo. Sí, hace falta precisar que puede envejecer mal. Todas las rutas están abiertas, todos los abismos, todas las salidas. Y ya hay signos ominosos. Lo que se acabó fue una guerra a muerte, no por negociación sino por derrota total de uno de los bandos, convencido de que hubiese sido completamente aplastado de haber perdido y al que ahora le resulta difícil contenerse de aplastar a los que perdieron.
Pesa, además, que en su profunda debilidad y su urgencia de ponerse de pie y darle boqueadas de oxígeno a su economía, el régimen de Al Sharaa ruegue por la condescendencia de Washington.
Pero nos aferramos a la esperanza, al poderoso y transformador deseo de que, por fin, las cosas salgan bien, que se empiecen a encarrilar. Ojalá que el día en que relea esta crónica me considere tibio por no haber enfatizado con negritas esa esperanza, la de que las sirias y los sirios caminen en paz, dándole algún sentido a la terrible pérdida de los que cayeron.
Y que haber sido mirados por el abismo y experimentado la piel bruta de ser monstruos, por un momento les sirva para salir de ahí, recuperar una esencia que no han perdido y que les permite, a pesar de tanta violencia fraterna, seguir siendo un pueblo que abraza un lugar propio en el mundo a partir de su candorosa cordialidad.
“Más donde hay peligro, crece también lo salvador”, dijo el poeta alemán Friedrich Hölderlin.
Una pérdida liberadora: la lección de Lacan
Entre la gente que me quiere y que me preguntaba lo que sentí o aprendí, le pedí a quienes estudian y tratan de entender a Lacan que revisaran mi lectura del pensador. Me recordaron que, tres líneas después de las que cité antes, él evocó a “quien quiera mirar de frente y con coraje este fenómeno, el sacrificio”.
Sobre mí, una de estas personas dijo:
“Y no sucumbe a la fascinación del sacrificio en sí”.
Otra le respondió:
“Yo creo que para no sucumbir a esa captura monstruosa hay que reconocer (y en la medida de lo posible tramitar) la pérdida… incluso la pérdida de sentido… incluso, tal vez la pérdida de esperanza… ¿No es eso lo que está en su frase ‘Me sentí abrumado porque no tuve respuestas’? Y eso no impide que se relance la vida, que se relance hacia otros que, con cariño, lo miran, le piden, le preguntan”.
“‘Quería obsequiarles algo bueno’, ¿qué de bueno puede ofrecerles? Nada. Y entonces sigue hablando, escribiendo”.
La primera concluyó:
“Reconoce la pérdida sin compensación alguna y eso es muy digno. Es muy liberador”.
Desde todos los abismos: remontemos
La pérdida personal convive con el infortunio de millones de personas que sufrieron mucho más, que sufren. Por eso no siento una pérdida de esperanza. Perder la esperanza, declarar la renuncia a la humanidad en su mejor sentido, es privilegio de quienes viven cómodamente.
Es un lujo que la gente común no se puede permitir, que desdeña para seguir luchando. Aún bajo un genocidio, como nos muestran en Gaza.
Si el obsequio que quería dar no me es dado a mí entregarlo, acudo de nuevo a Nouri, el poeta, cuando convoca a sus compatriotas sirios, como yo a los míos, los del mundo:
“Y tras las tormentas y el daño, alzaos en cada lengua, en cada libro, en cada plazo y cada imaginario; agitaos en cada tierra y alzaos como se alza el trueno sobre los árboles”.
Que remontemos, aquí y allá, desde todos los abismos a los que hemos venido cayendo, en estos tiempos aciagos, para volver a subir, a remontar, a remontar, ¡a remontar!
Que podamos decir con la amabilísima, la adorable gente de ese país: Siria Libre.
Y Palestina Libre.
MD