Estilo

Arequipa, la tierra respira despacio y se revela con calma

Un viaje desde el centro histórico de piedra volcánica hasta los silencios del altiplano, cruzando paisajes custodiados por volcanes, rituales con vicuñas y sabores ancestrales.

Ubicada a más de 2 mil 335 metros sobre el nivel del mar, Arequipa está resguardada por tres volcanes —el Misti, el Chachani y el Pichu Pichu— que más que montañas, parecen presencias. Desde cualquier ángulo de la ciudad, sus perfiles recortan el cielo como guardianes antiguos. Bajo su sombra, la ciudad se edifica con un tono claro, casi plateado. Eso se debe al sillar, la piedra volcánica con la que se construyó buena parte de su centro histórico. Esa roca blanca transforma la luz. La vuelve suave, íntima, espiritual.

Caminar por Arequipa es como recorrer un códice tallado en piedra. Las fachadas virreinales no ocultan lo andino, ni lo moderno intenta borrar el pasado. Aquí los tiempos coexisten sin conflicto, como si la ciudad hubiese encontrado una forma de reconciliar sus capas sin anular ninguna. Lo colonial se mezcla con lo indígena, lo sacro con lo cotidiano, lo pétreo con lo vivo. No hay estridencia, pero sí una fuerza persistente.

Sin embargo, el verdadero viaje empieza cuando se decide dejar atrás la ciudad. No por falta de interés, sino porque Arequipa también se entiende mejor desde la distancia. Hay que internarse en las tierras abiertas que la rodean, donde el aire se afina y el paisaje se vuelve más vasto que comprensible. En la Reserva Nacional de Salinas y Aguada Blanca —más de 366 mil hectáreas de silencio, planicies y pastizales— lo natural no se contempla, se escucha.

Allí habita la vicuña, ese animal esquivo que parece dibujado con pincel fino. Su lana es la más delicada del reino animal, pero no se extrae a la fuerza. Se recolecta siguiendo antiguos rituales colectivos, con paciencia y respeto. La presencia de la vicuña es simbólica. Encierra una ética. Observarla pastar bajo el cielo abierto es presenciar una forma distinta de relación entre el ser humano y el entorno. Un pacto donde el asombro y el cuidado caminan juntos.

Las llamas, primas domesticadas de la vicuña, ocupan otro lugar. Se desplazan con lentitud, como si midieran cada paso. Quienes las cuidan, además de pastores, son herederos de un saber que se transmite de generación en generación. Algunos participan hoy en proyectos de turismo comunitario. No como empleados, sino como anfitriones de su propia historia. En sus palabras, en sus gestos, se percibe una forma de entender el territorio que no separa lo útil de lo sagrado.

Fotografía: Daniel Zepeda con iPhone 16 Pro
Fotografía: Daniel Zepeda con iPhone 16 Pro

Más adelante, la tierra se abre de golpe. El Cañón del Colca aparece como una herida inmensa: hasta 4 mil160 metros de profundidad que convierten al visitante en una figura mínima, irrelevante. Y, sin embargo, es aquí donde muchos vienen a encontrar algo parecido a una revelación. En la Cruz del Cóndor, al amanecer, decenas de personas esperan en silencio. No hay música. No hay pantallas. Solo espera. De pronto, el cóndor andino —esa ave mítica de los pueblos precolombinos— emerge del abismo. Lo que ocurre es un momento que, sin palabras, reordena lo que uno creía saber sobre el poder, la belleza, el tiempo.

Regresar a la ciudad después de esa inmensidad es como volver a la escala humana. Pero Arequipa no suelta fácilmente. Al contrario, tiene aún más por decir. Su cocina, por ejemplo, es también una forma de conocimiento. Las picanterías, con sus largos fogones y sus aromas penetrantes, son más parecidas a santuarios que a restaurantes. Allí, el fuego y el ají curan, convocan, cuentan historias.

Platos como el chupe de camarones —que reúne mar y montaña en una sola olla—, el caldo blanco —hecho con leche, papa, carne y chuño— o el chairo —espeso y ahumado— no se explican fácilmente. Se viven. Cada cucharada contiene algo del clima, del altiplano, de las madres que lo aprendieron de sus madres. Comer en Arequipa es aceptar que el gusto también puede ser una forma de memoria.

Y eso es lo que define a esta ciudad, su manera de enlazar lo visible con lo esencial. El fuego, el viento, la piedra y el agua no están jerarquizados, conviven. Arequipa no impone su encanto, lo deja caer lentamente, como una ceniza tibia que se posa sobre el cuerpo.

Aquí, la espiritualidad no se encierra en templos. Se encuentra en la manera en que una llama voltea a mirar, en la textura del sillar al caer la tarde, en el silencio denso de la puna. Arequipa no se ofrece al turista rápido, sino al viajero que se deja tocar. Porque viajar no es solo moverse, es dejar que un lugar nos cambie.


Google news logo
Síguenos en
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.