Experimentar el Gran Cañón desde su borde sur, o South Rim, me dejó pensando en todos mis compatriotas mexicanos que viajan a Las Vegas y deciden visitar el cañón desde su lado oeste. Siento una especie de compasión silenciosa por ellos, saber que lo que ven ahí es apenas una fracción de su vastedad. Impresionante, claro, pero limitado. No se expande ante tus ojos con esa monumentalidad que te deja sin palabras. No se despliega como un teatro geológico de color, luz y silencio. Los que saben —guardaparques, viajeros recurrentes y locales— coinciden: la verdadera experiencia está en el South Rim. Lo que sigue a continuación es una forma de llegar hasta ahí, y de entender por qué, una vez que lo ves así, el mundo parece distinto para siempre.

La mejor manera de llegar al South Rim es a través de Phoenix. Desde ahí, el camino hacia el Gran Cañón se transforma en una travesía gradual donde el paisaje va revelando la paleta mineral del desierto. Con un nuevo vuelo directo desde Ciudad de México a Phoenix, Aeroméxico nos da una alternativa que acorta la distancia geográfica y que abre la puerta a una experiencia más profunda. En vez de la excursión exprés desde Las Vegas, esta ruta permite entender el territorio en capas: el desierto, la meseta y finalmente la grieta inmensa que parece cortar el mundo en dos. Es una forma de viajar que respeta el ritmo del paisaje.
Aunque el Gran Cañón suele robarse todas las miradas —y con razón—, lo cierto es que Arizona guarda mucho más que un solo espectáculo.
Petrified Forest es otro destino onírico. Caminamos entre troncos que eran más roca que madera, en un paisaje que parecía un sueño prehistórico. Los signos grabados en piedra, en la curiosa Newspaper Rock, nos recuerdan que la necesidad de decir “aquí estuve” es más antigua que el lenguaje mismo. Almorzamos en La Posada de Winslow, un lugar donde aún se escucha el eco de los trenes y de una época en la que este sitio era una parada llena de vida. Personalidades como Albert Einstein y Amelia Earhart se hospedaron aquí, sumando su paso al magnetismo del lugar. Fue ahí donde pensé por primera vez en el tipo de viaje que estaba haciendo: no uno que se mide en kilómetros, sino en capas. De historia. De tiempo.

Un espectáculo más, el Horseshoe Bend, aparece de pronto, al final de un sendero breve pero polvoriento, como una revelación suspendida entre roca y cielo. Desde lo alto, el río Colorado traza una curva en forma de herradura, como si la tierra hubiera decidido detenerse un segundo para admirarse a sí misma. Hay una palabra que puede traducir lo que se siente llegar: vértigo. Causa vértigo la escala imposible del paisaje y la certeza de que hay lugares donde el tiempo se dobla, como el río.
Arizona tiene esa capacidad, hace que todo parezca más claro y más lejano al mismo tiempo. En Antelope Canyon, donde la piedra ha sido tallada por el agua hasta formar una coreografía de sombras y luces, experimenté lo más cercano a desaparecer, aunque sea por minutos. El silencio en esos corredores es espeso. Como si cada curva del cañón tuviera la intención de callarte.
En Prescott, el viaje cambia de tono. Más humano, más histórico. Ahí todo parece haber sido escrito por un novelista del Viejo Oeste: Whiskey Row, con sus saloons centenarios que sobrevivieron a incendios, peleas de vaqueros y la llegada del siglo XXI; las fachadas que aún huelen a polvo y a pólvora. Aquí, el pasado se exhibe, pero también se vive en tiempo presente. Se bebe. Se recuerda a media luz, como si nunca se hubiera ido.
Tusayan, el pueblo más cercano a la entrada del Grand Canyon National Park, vive a la sombra de la maravilla. El trayecto hasta el borde sur está cargado de una ansiedad casi infantil. Debo agradecer a mis acompañantes por el gesto que tuvieron de bloquearnos la vista a los que nunca habíamos visto este espectáculo en persona, de pararnos frente a una de los sitios más impresionantes que un ser humano puede observar y de permitirnos abrir los ojos solamente hasta que el abismo se desplegara frente a nosotros.

Nada te prepara. Uno se queda inmóvil frente a esa grieta colosal, no por miedo al abismo, sino porque la mente no logra abarcar su escala. En las paredes rojas y naranjas, el tiempo se ha tallado a sí mismo. Frente al Gran Cañón, uno no se siente dueño de nada. Hay que estar ahí para callarse. Para rendirse a la vastedad. Para aceptar que hay cosas que existen sin necesidad de testigos.
Primero lo recorrimos desde la seguridad de una Hummer, con un guía que hablaba de la vida silvestre y la erosión como quien cuenta historias familiares. Después, desde el aire, en un helicóptero que pasó por el corazón mismo del abismo. Y ahí estaba, el cañón. Desde el cielo se ve como una cicatriz majestuosa. Desde el suelo, como un dios dormido.
Hay viajes que no se cuentan por los lugares que se visitan, sino por lo que esos lugares te quitan. La ansiedad. El ruido. La urgencia de entenderlo todo. Arizona no se deja contar fácilmente. Pero puedo decir que, al menos por una semana, fui menos yo y más parte de la tierra. Que caminé por rutas donde el pasado no se olvida, donde el cielo no tiene fecha, donde el silencio es un idioma que todos podemos entender si dejamos de hablar. Y eso, en estos tiempos, es una forma de salvación.

