En el 2000, Ciudad de México no era el destino gastronómico que es hoy; aún no figuraba en listas internacionales ni era parada obligada para foodies globales. Enrique Olvera, entonces un joven chef recién egresado del Culinary Institute of America, apostó por abrir un restaurante que no imitara a Francia ni a Japón, sino que mirara hacia adentro, hacia México, con todos sus matices, contradicciones y posibilidades. Lo llamó Pujol.
Hoy, Pujol inicia una nueva etapa con Daniel Núñez, como head chef. Tras más de una década de trayectoria dentro del grupo Casamata —incluyendo su paso por Moxi en San Miguel de Allende y como chef de cuisine en Carao, en la Riviera Nayarit—, Daniel regresa a la cocina de Pujol para liderarla con una visión renovada. Su llegada representa una continuidad sensible con el legado de Olvera, pero también una oportunidad para reinterpretar los sabores y el tiempo desde otra perspectiva generacional.

25 años después de la inauguración de Pujol, ese nombre ya no es solo el de un restaurante: es un capítulo completo en la historia de la cocina contemporánea mexicana. Hablar con Olvera es hablar con alguien que ha aprendido a entender el tiempo. “Me diría que viera menos hacia afuera y más hacia adentro”, dice al recordar ese primer día. “Que fuera cuidadoso con mi tiempo y que me enfocara en hacer feliz a los clientes”. Y eso ha hecho. A lo largo de los años, ha afinado una propuesta culinaria que se ha vuelto parte esencial de la conversación gastronómica mundial. Como el robalo al pastor, los elotes con hormiga chicatana, o ese mole madre que ya no necesita presentación. Cada platillo representa una etapa. Un estado emocional. Una capa en la narrativa de un chef que ha sabido crecer sin perder el asombro.
La cocina como proceso
Pujol no fue perfecto desde el inicio, y justamente en esa imperfección estuvo su fuerza. Al preguntarle si alguna vez pensó en rendirse, Olvera no dramatiza: “No tirar la toalla, pero sí cambiar de toalla”, dice con naturalidad. Más que abandonar, ha aprendido a transformar. Su filosofía es clara: ajustar el rumbo cuando hace falta, crecer con los cambios y entender que la cocina, como la vida, está hecha para evolucionar.
Más allá de este restaurante, la trayectoria de Olvera ha dejado huella en proyectos como Cosme y Atla en Nueva York, o Criollo en Oaxaca. Pero ninguno tiene el peso simbólico y emocional de Pujol. Es su núcleo. Su casa. Pujol ha crecido con Olvera, y Olvera con él. No como reflejo automático, sino como proceso compartido. La atención al detalle, la búsqueda obsesiva de mejora, la mexicanidad que se encuentra en cada rincón. Todo está impreso en el espacio, en el ritmo del servicio, en una atmósfera que parece ensayada, pero que cambia cada día.
Comunidad, vínculo y legado
A lo largo de estos años, Olvera ha tejido una red de productores locales, cocineros, artesanos y agricultores que son parte esencial del restaurante. “El producto y el tiempo son los dos factores que determinan la cocina”, afirma. “Los productores nos han acercado al ingrediente, y de ellos recibimos no solo sabiduría, sino también energía y entusiasmo”.
Esa conexión con lo humano es quizá el sello más poderoso de su trayectoria. En las mesas se construyen ideas, se tejen vínculos. “Quizás las conversaciones más significativas fueron en las reuniones del congreso Mesamérica, cuando soñábamos que la Ciudad de México fuera un destino gastronómico global”, recuerda. Años después, ese sueño es realidad.
Pujol ha sido también una escuela. Una incubadora de talento. Y Olvera lo asume con naturalidad, como quien sabe que el verdadero legado no está en la fama, sino en lo que se comparte: “Dar ejemplo de un ser humano completo, con defectos, con sueños, con personalidad”.
Asimismo, la creatividad, más que una exigencia, es para él una forma de estar en el mundo. No responde a la urgencia de sorprender, sino a un flujo constante: “La entendemos como un proceso eterno”, dice. Como algo que se encuentra en lo cotidiano, en las caminatas, en alguna canción, en los gestos simples. Porque Pujol, en el fondo, es eso: un reflejo íntimo de quien lo imaginó.
“¿Y en 25 años más qué quedará?”.
“El piano”, responde, entre bromas. Tal vez porque, después de todo, hay cosas que no se tocan. Lo esencial no está en cambiar ni en la novedad, sino en permanecer fiel a una visión que, 25 años después, sigue teniendo algo que decir.

hc