Según The Hollywood Reporter, en su tercera y última temporada, El verano en que me enamoré alcanzó 25 millones de espectadores globales en la primera semana, 40% más que la anterior. Variety reporta que fue la serie más vista en Prime Video entre mujeres de 18 a 34 años. Y The Guardian confirma que el fenómeno basado en la trilogía escrita por Jenny Han no se limita a los adolescentes: atrapó al menos a tres generaciones.
El público objetivo es obvio; la fórmula casi infalible de las series juveniles desde tiempos remotos: la playa, el verano eterno, el triángulo amoroso. Todo lo que en teoría deberíamos mirar con ternura o condescendencia terminó atrapándonos. La explicación puede ser bastante simple: en algún momento de la vida, todas fuimos un poco Belly. Y sí, incomoda admitirlo. Porque ahora presumimos horas de vuelo en terapia, libros de autoconocimiento y una habilidad adquirida para detectar red flags en tecnicolor.
Desde la butaca del presente parece más que evidente por qué Jeremiah nunca fue opción, y es claro que Conrad con su eterna cara de compungido y silencio de mártir incomprendido, sólo ocultaba el más puro narcisismo. Pero cuando los vemos en pantalla, algo se revuelve, y recordamos lo que era creer que un gesto ambiguo podía significar todo.

A los 22 una todavía cree en absolutos: que basta con sentir, que si corres lo suficientemente rápido vas a alcanzarlo, que un beso puede resolverlo todo. A estas alturas ya aprendimos por las no tan buenas que ningún final es definitivo, que ningún amor es completamente feliz, que las historias a veces se rompen aunque quieras coserlas y que la vida no siempre se siente como una canción de Sabrina Carpenter.
Quizá por eso esta serie nos resulta tan adictiva como desesperante: la vemos con ojos de superioridad moral: “¿Cómo no ve lo evidente?”, pero lo que en realidad incomoda es reconocernos en ella. Belly es nuestra versión más ingenua: la que confundía intensidad con amor, la que pensaba que un verano podía ser eterno si lográbamos que alguien nos mirara de vuelta.
El final de la serie, claro, está hecho para las más jóvenes: el amor de verano convertido en destino, la recompensa tras tantas lágrimas y playlists de Olivia Rodrigo y Taylor Swift. Honestamente, mi corazón de señora esperaba otra cosa: que Belly, después de sobrevivir sola en París y descubrir que podía existir más allá de los Fischer y el caserón de la playa, se quedara con esa libertad recién conquistada, se acostara otra vez con el mexicano, y luego con un español y un francés, y se olvidara del culebrón que le impusieron desde niña. Pero no; Belly es Belly. Regresa, elige, sonríe. Y nosotras —las que jurábamos estar por encima de sus atrabancadas decisiones— terminamos sonriendo un poco también.

Hoy sabemos que Belly se puso bonita un verano y que, a partir de ahí, se la empezó a pasar bien raro. Pero así es la vida: las estaciones cambian, las intensidades se diluyen, los veranos no duran para siempre. Nos reímos de sus tropiezos, pero reconocemos la punzada de verdad que hay en ellos. Porque todas fuimos al menos una vez aquella que creyó ser la excepción, que pensó que un beso podía cambiarlo todo, que confundió un verano con una vida entera.
Ahora miramos todo eso con cierta compasión y distancia (¡Lo que te falta, Isabel!); y quizá lo más honesto sea admitir que crecer nunca fue entenderlo todo, sino sobrevivir a lo que sentimos y aceptar que incluso lo más torpe de nosotras tuvo sentido en su momento.
MGR