Hacía mucho tiempo que no había quedado tan devastado después de ver una película. Anoche, con el plano final de Sirât, tuve la sensación de haber sido estrujado, zarandeado y luego lanzado al vacío (una mera sensación cinematográfica, lo sé). A diferencia de muchos otros largometrajes, en los que en algún momento se vuelven predecibles, en éste nunca se sabe lo que va a pasar. Y tal vez por eso, a pesar de ver tanta crueldad, uno llega hasta el final (probablemente con la esperanza de que la serie de desgracias que no paran de ocurrir se remedien o, por lo menos, se frenen de una vez por todas).

Sirât es la película que España ha enviado a la carrera por los premios Oscar 2026. Quién sabe si resultará nominada, pero mientras tanto el pasado mes de mayo ya ganó el Premio del Jurado del Festival de Cine de Cannes. Fue producida por los hermanos Pedro y Agustín Almodóvar. Su director es Oliver Laxe, nacido en París, hijo de una pareja de inmigrantes gallegos. Estudió comunicación audiovisual en Barcelona, vive en una remota aldea gallega de pocas casas y asegura estar deprimido desde los seis años de edad. Su filme anterior, Lo que arde, un drama familiar ambientado en la Galicia rural que, verano tras verano, sufre terribles incendios (muchos de ellos provocados por desalmados pirómanos), también fue premiado en Cannes y obtuvo cuatro nominaciones a los premios Goya, con los que España reconoce lo mejor de su producción cinematográfica.
Sirât (palabra que en árabe designa al puente que hay sobre el infierno y que todos deben cruzar el día de la resurrección para poder llegar al paraíso) transcurre en el desierto de Marruecos, a donde llega un padre desesperado en busca de su hija mayor. Lo acompaña su hijo menor, un preadolescente, y juntos reparten volantes con la foto de la chica entre los asistentes a un rave. Un grupo de amigos les dice que hay otro rave casi llegando a Mauritania: “tal vez ella pueda estar ahí.” Padre e hijo se unen a ellos rumbo a la otra fiesta y en la travesía ¿el destino? altera (radicalmente) la vida de cada miembro de la expedición.
Sirât parece un violento viacrucis, tal vez necesario para alcanzar la iluminación. En pantalla vemos a familias desestructuradas y a familias improvisadas, en medio de un ambiente de música tecno, baile, ácidos, trance, incertidumbre y, finalmente, shock. Todo ocurre en un limbo entre lo físico y lo espiritual, entre lo trascendente y lo mundano, entre el sudor, el polvo y el calor sofocante.
Hay quien ha definido a esta película como hipnótica, catártica, existencial, poética y política. Hay quien ha abandonado la sala de cine a media función. Y hay quien ha llenado las redes sociales con una ristra de comentarios expresando su rechazo a una cinta tan violenta como hueca, sádica, abstracta y que produce un dolor gratuito en el espectador. La verdad es que sí contiene una crueldad excesiva. Pero también posee un lenguaje cinematográfico atípico, capaz de abofetear a quien la mira y por ello diferente y atractivo. Puede provocar un rechazo beligerante o puede atraparte y escarbar en tu interior. A mí me pasó esto último.
Sirât es una muestra del denominado “cine de la crueldad”, esa etiqueta en la que entran las películas de directores como Michael Haneke o Lars Von Trier. Fue el teórico y crítico de cine francés André Bazin quien atribuyó la pulsión sádica, la misantropía intelectual y la falta de concesiones a algunas películas de directores como Luis Buñuel, Alfred Hitchcock o Akira Kurosawa. Utilizando los parámetros de Bazin, hoy se incluyen dentro de ese concepto a varios cineastas poco conocidos entre el gran público, como Julia Ducournau (deléitense y sufran con su más reciente película, Alpha), Nicolas Winding Refn o Coralie Farget.
El nuevo integrante de este grupo es Oliver Laxe, gélido y despiadado con sus tramas y personajes, que parece esforzarse por acabar con el cine convencional y acomodaticio. Es, sin duda, una propuesta arriesgada, pero pienso que así está conformando poco a poco su público-nicho, algo importantísimo para un verdadero artista. Con ello, sin embargo, corre el peligro de ser ultra parcial y presentar exclusivamente a un mundo en el que ya no merece la pena creer en nada porque nada tiene sentido.
AQ