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  • Rodrigo Moya: el fotógrafo que retrató la historia desde el otro lado

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  • Con el impulso de la amistad, estos trazos biográficos dan cuenta de las pasiones y el ánimo creador del fotógrafo, editor y escritor Rodrigo Moya, quien murió el pasado 30 de julio.
Rodrigo Moya en un autorretrato de 1963. (Rodrigo Moya)

Bajo la ventana del estudio hay una pequeña jardinera. Ahí reposa Jasón, el airdale que lo acompañó durante muy buenos años. Salían a pasear juntos alrededor del parque de la Concepción, en el corazón de Coyoacán. Entonces se encontraba con Sergio Pitol —su vecino— paseando a Sasho, el peludo maremma que trajo de Barcelona, y conversaban.

Rodrigo Moya Moreno traía lo escénico en la sangre, los atardeceres en Zihuatanejo, su hermana Colombia debutando a lo Carmen Miranda en los Estudios Churubusco, su padre Luis como escenógrafo de Televisa. Aunque hizo un año de Ingeniería, defeccionó pronto embelesado por la primera Graflex que tuvo en sus manos. Era el año 1955, cuando esas tremendas cajas fotográficas ya pasaban a la historia.

Hacía reportajes gráficos para Impacto, Hoy, Mañana, Sucesos para todos, aprendiéndolo todo de Regino Hernández Llergo, quien se convirtió en su maestro. Retratos de María Félix y Carlos Fuentes, del “Indio” Fernández y de Francisco Goitia, de Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, a quienes logró reunir en la Casa Azul de Coyoacán y, enfurruñados por las desavenencias políticas, obligó a que se saludaran. “Buenas tardes, maestro”, dijo uno. “Buenas tardes”, respondió El Coronelazo.

Fotografía de Rodrigo Moya
Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, 1957. (Rodrigo Moya)

Se ha dicho que fue el fotógrafo de los movimientos políticos de izquierda en los años sesenta. Seguramente sí, toda vez que militaba en el Partido Comunista, y cuando comíamos en algún restaurante de buen mantel, por allá se levantaban Arnoldo Martínez Verdugo o Humberto Musacchio para saludarlo. “¿Cómo te va, Flaco?”, porque así era conocido en el medio.

Director mexicano de cine, fotografía de Rodrigo Moya
'Emilio "El Indio" Fernández', 1961. (Rodrigo Moya)

Su rival de toda la vida fue Héctor García, que perduró en el oficio hasta el último momento. “Las fotos de Héctor eran desde donde los granaderos lanzaban los morterazos a los maestros disidentes. Las mías eran del otro lado, en las corretizas junto a Othón Salazar”. Pero se llevaban bien, y bromeaban —lo mismo cultivó amistad con Manuel Álvarez Bravo, Nacho López y Walter Reuter. Por cierto, una de sus fotos inmortales fue de entonces, 1958: dos mujeres que avanzan por la Plaza de la República cubriéndose el rostro con una mascada. Se ha dicho que son como fantasmas entre la niebla. “No, eran dos maestras huyendo del gas lacrimógeno que lanzaban los granaderos”, explicó alguna vez.

Ofreciendo sus servicios donde se pudiera, lograba hacerse de espacios para cumplir alguno que otro capricho. Uno fue la expedición fotográfica a República Dominicana en 1965, cuando la intervención yanqui para sofocar la revuelta de apoyo al presidente derrocado Juan Bosch. Fotos de muchachos parapetados en las azoteas, y una hora después difuntos por la puntería de los marines. O el viaje que hizo un año después para retratar a los dirigentes cubanos.

No era fácil, Fidel tenía demasiados compromisos. Al Che lo buscó, pero luego de cuatro días de antesalas en el Banco Nacional se cansó. Mejor se dedicó a pasear por el barrio viejo con su Nikon al hombro, cuando lo alcanzaron para avisarle que el comandante Guevara lo recibiría en ese momento. Era una reunión de funcionarios, Rodrigo entró presentándose, el Che fumaba puro y escuchaba informes mientras Moya apalancaba la Nikon para tirar una, dos fotos… Dieciocho en total, y el Che le pregunta: “¿Y por qué tan pocas?”, a lo que Rodrigo contesta: “Es que así trabajo yo; breve y conciso”. Ni modo de decirle que ya no le quedaba otro rollo luego de andar retratando niños y muchachas.

La serie se denomina “El Che taciturno” y son, hasta donde se sabe, los últimos retratos que le hicieron en Cuba. A poco de eso viajó clandestinamente a Bolivia, donde iniciaría la revolución continental. Fue ejecutado el 9 de octubre de 1967 en las cañadas de Ñancahuazú.

Casado con Annunziata Rossi, notable filóloga universitaria, Rodrigo Moya debió buscar nuevos modos de sobrevivencia, máxime que ya habían procreado a los pequeños Nicolás, Giovanna y Pablo. En esas circunstancias conoció a Fernando Rafull y más tarde al empresario español Antonio Suárez, interesados en la cuestión pesquera y el desarrollo marítimo en México. Así fundó y dirigió la revista Técnica Pesquera, que durante más de veinte años difundió los quehaceres y problemas de la naciente explotación marítima (camarón, atún, tortuga), con lo que logró su entrañable vinculación marinera.

Se hizo buzo, nadador de apnea, fotógrafo submarino. Viajaba cada mes a los sitios más remotos para realizar reportajes y crónicas de ese entorno: Mazatlán, isla de Cedros, Tamiahua, Ensenada, Tampico. Se volvió moreno de sol (no solo de apellido) y logró erigir una modesta imprenta al pie del Estadio Azteca, Impresiones Rodel, con su socio Eleazar Morales, insigne economista de la izquierda universitaria.

Ya no fotografiaba (casi no) los movimientos populares disidentes del régimen. Aprovechaba los resquicios de ocio para permitirse caprichos fotográficos; entre ellos, la serie de trenes en los patios de Pantaco, los cortadores de caña en Yanga, algunos retratos de guapas.

Hubo uno que parece arrebatado a la cinematografía de Federico Fellini. Rodrigo pactó con Meche Carreño que posara desnuda, como Lady Godiva, montando un caballo que consiguió en un ranchito de Tepoztlán. Y allá fueron para cumplir el capricho medieval, solicitándole al caballerango que los dejara solos un rato mientras Moya preparaba la Rolleiflex. Foto 1: Meche cabalgando de perfil. Foto 2: de frente… De pronto, “¡Yúju, yújuu, yújuuu!”, se les deja venir el rancherote que espiaba a lo lejos, arrastrando los pantalones y una botella de mezcal. Aquello era la redención misma de Afrodita en la milpa.

Legendaria es la tarde del 12 de febrero de 1976 en que García Márquez llegó a tocar la puerta de su departamento en los Edificios Condesa. “Flaco, mira esto”. Una hora atrás, Mario Vargas Llosa le había dado un puñetazo durante la premier de Sobrevivientes de los Andes en la Cineteca Nacional. “Retrátame, Flaco… Ese imbécil”. Las primeras fotos son serias, hasta que Rodrigo lo reprende: “Gabo, eres el autor de Cien años de soledad. Sonríe, por favor”. Y es la foto para las calendas. La risa y el ojo morado.

La bonhomía era su estrella. ¿Necesitas la combi para completar tu mudanza? ¿Gerardo de la Torre anda sin chamba? ¿Quieres vacacionar en mi casita de Cuerna? Nos conocimos por mediación de David Huerta en Imprenta Madero. “Quiubo, Flaco”, y nos presentamos. Por aquel entonces nos reuníamos los once autores de la novela colectiva El hombre equivocado en La Bodega de avenida Ámsterdam. Lo invité a que nos acompañara… y se quedó para siempre. Amigo de Hernán Lara Zavala, de Mónica Lavín, de Joaquín Díez-Canedo, de Gerardo de la Torre, de Aline Peterson…

Cuando necesitaba cambiar el equipo de su editorial nos ofrecía las computadoras Macintosh usadas. Rafael Ramírez Heredia lo comentó: “Nos vende pura chatarra”, y se le quedó el nombre: Capitán Chatarrita.

Rodrigo Moya y amigos del fotógrafo
Rafael Ramírez Heredia y Rodrigo Moya (segundo y tercero de izquierda a derecha) junto con otras amistades en 1987.

Luego de perder a sus dos hijos mayores en accidentes automovilísticos, pasado un tiempo se ligó con Susan Flaherty, una linda diseñadora inglesa que colaboraba en la revista. Se casaron (Hugo Gutiérrez Vega, su consuegro, fue testigo de la boda) y formaron una pareja feliz. Viajes y proyectos… y la venta creciente de sus fotos en las galerías de Tucson, Miami y Los Ángeles. “Esos gringos fatuos encantados con la miseria del Tercer Mundo”, y pagaban cuatro mil dólares por foto.

Cerró la revista, liquidó al personal, vendió la imprenta donde se imprimía la revista Tramoya que dirigía Emilio Carballido… y a sobrevivir del freelance. Además de su casita-leonera en Cuernavaca, se hizo de una extraña vivienda en Las Ánimas, Xalapa, que parecía extraída del Congo. Ahí tenía su dacha, a la que huían Susan y él cuando el caos metropolitano los excedía… hasta que se puso amarillo. No fue hepatitis, sino un tumor en el epigastrio. Era el año de 1993 y el médico que lo trató le hizo un retrato “para demostrar que el cáncer de páncreas es curable”.

El Capi Chatarrita seguía viendo a sus amigos, entre otros los cubanos afincados en México pero leales al régimen. Se reunían en su casa decantando botellas de ron, hasta que la austeridad los fue ausentando. Y es que la relación de Rodrigo Moya con Cuba fue de siempre. Inventó la serie “Un libro para Cuba”, donde nos publicó a varios autores para obsequiar lectura a las bibliotecas cubanas.

Seguía vendiendo fotos, o publicándolas en La Jornada, cuando apareció su peor castigo. Dejó de conducir, se había mudado a Cuernavaca, empezó a nublársele la vista. Perdió la visión del ojo izquierdo y con el derecho veía “al 20 por ciento”, que medio le permitía leer en computadora. Después a peor, y un día, exasperado porque no salía la toalla del clóset, se vino al suelo. Fractura de la cabeza del fémur. Tras la operación, explicaba: “Me quedó una pierna cuatro centímetros más corta que la otra… o al revés”.

Después de Jasón, ya no quiso acompañarse con otros perros, sino con gatos. El último es Pushkin, “igual de ciego que yo, que me acompaña siempre”, me explicó en una de las últimas conversaciones que mantuvimos. “No vengas, no quiero que nadie me visite; así está bien. Escucho todo el día a Mahler y Tchaikovski. Ya sabes”. Su equipo favorito era el Atlante (nadie es perfecto). Al guerrillero guatemalteco Antonio Yon Sosa le obsequió la pistola CZUB checa con la que cayó preso en 1970, para ser ejecutado en los límites de Chiapas. En la primera semana de junio, Moya volvió a caerse: fractura de cadera. Ya no se levantó de la cama.

Nos quedan sus fotos, provocadoras, hermosas, y su alegría socarrona que nada perdonaba. No dejó mucho. En 2011 unos asaltantes se metieron a su estudio y le robaron las seis cámaras que guardaba (Nikon, Hasselblad). “Idiotas, ¿qué nadie les dijo que ya no existen los rollos, y que son piezas de museo?”

Bueno, adiós, Rodri, guardaremos las fotos que nos hiciste.

Cámara itinerante

Rodrigo Moya nació el 10 de abril de 1934 en Medellín, Colombia, y murió el pasado 30 de julio en Cuernavaca.

Tenía dos años cuando llegó a México (pues su padre sintió el llamado del teatro y el cine), 21 cuando ingresó a la revista 'Impacto' como fotoperiodista y 34 cuando renunció a esa rutina, decepcionado, comentó alguna vez, de las condiciones laborales.

Rodrigo Moya produjo su obra —el registro de los movimientos guerrilleros en América Latina, las luchas laborales, las demandas sociales, la vida rural y urbana— más representativa, y valorada, entre 1955 y 1968.

Sus influencias provienen al menos de dos figuras: Walter Evans, quien capturó con sensibilidad la pobreza de Estados Unidos en los años posteriores a la Gran Depresión, y Nacho López.

Su archivo resguarda 40 mil fotografías.

Al dejar las publicaciones periódicas, vendrían las aventuras editoriales, los trabajos por encargo, los proyectos personales, entre ellos la escritura de libros como De lo que pudo haber sido y no fue (1996) y Cuentos para leer junto al mar (1999), por el que obtuvo el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí Amparo Dávila.

AQ

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