No pertenezco a la generación que protagonizó el movimiento de 1968. Pero sí soy uno de tantos mexicanos tocado por esa enorme corriente de renovación en contra de un gobierno y un partido autoritarios que tenían como enemigo principal a la democracia auténtica con su pluralidad inexcusable.
La ráfaga de la libertad y el valor civil rasgaron una cerrada atmósfera opresiva: “el yo supremo”, la celebración de una libertad inexistente, los intelectuales “comprometidos” y opacos, la policía rapaz y la sociedad, como bien dijo Rius, de “los agachados”. Mi generación recuerda toda esa mascarada con claridad y su inesperado cuestionamiento.

Siendo adolescente, caminé en la marcha del silencio el 13 de septiembre de 1968. Ese año y el largo proceso de conciencia social, que surgió sobre todo a partir del 2 de octubre, transformaron al país y le dieron, probablemente por primera vez en nuestra historia moderna, una solución política para conjurar el caudillismo y la farsa de una vida civil mentirosa. López Velarde ya había mostrado, de manera decidida y barroca —cuando nacían los gobiernos de la Revolución—, la superchería del héroe y la violencia. En sus notas periodísticas y en su hermoso, pero beligerante, poema La suave Patria, las denunció. Asimismo, tanto Samuel Ramos como Octavio Paz, habían desembozado la amabilidad embustera y la falsa tolerancia en sus famosos ensayos sobre el ser del mexicano; y Rulfo y Fuentes nos habían señalado la pervivencia arquetípica del cacique. El proceso de democratización de México tiene muchas caras y causas, pero la principal y la más importante en términos simbólicos corresponde al 68.
Ahora, el sueño de alcanzar una sociedad más justa basada en una democracia moderna ha quedado no sólo interrumpido, sino roto después del reciente asalto al poder judicial de la República Mexicana —ataque precedido por el secuestro y perversión del poder legislativo y de la odiosa sumisión del INE—. Todos los que vivimos en el régimen autoritario del PRI, recordamos la imposición permanente de una voluntad política casi sin ningún contrapeso. El único límite contra los delirios y excesos ideológicos del yo absoluto y del partido único era, para bien y para mal, la presencia inevitable de Estados Unidos.
Ya sabemos, desde el siglo pasado, que cada vez que la izquierda tradicional, utópica y mesiánica, toma el poder, acaba por convertirse —en un genuino enroque hegeliano— en lo que combatía: el amo tiránico y, muchas veces, el monstruo temible. Si defendía la libertad, la combate; si promovía huelgas, las frena; si exigía una prensa independiente, la denigra; si demandaba estructuras políticas autónomas, las suprime.
Cincuenta y cinco años de esfuerzo democrático han sido borrados y el espíritu libertario del 68, denigrado. Es comprensible que la izquierda radical no encuentre motivos de preocupación y de crítica. Pero los que lucharon de modo sincero por la democracia, ¿cómo pueden avalar un hecho tan ominoso?
Ahora, cada vez que escuchemos la cifra histórica, en los discursos oficiales de la izquierda reaccionaria, sonará vacía, ñoña, amañada, muerta.
AQ