A don Alfredo Gracia Vicente
Amor con amor se paga
El 28 de marzo de 1977 se restablecieron los lazos diplomáticos entre México y España. Estos se habían suspendido en 1939 cuando Francisco Franco tomó el poder dando por terminada la República Española.
Cuando cursaba mi sexto año de primaria, esto debió ser alrededor de 1971, mi abuelo materno me hizo una carta que yo firmaba donde solicitaba a las diversas embajadas, asentadas en Ciudad de México, en ese entonces Distrito Federal, me enviaran timbres postales, estampillas, de sus países. Me adentraba en el fabuloso mundo de la filatelia y quería llenar mi álbum lo más pronto posible. Empecé a recibir sobres donde, además de los anhelados timbres postales, recibía folletos turísticos y cartas dirigidas a mí firmadas por los mismos embajadores. Así, de regreso del colegio, era frecuente que me aguardaran sobres cuyo contenido me iba expandiendo el mundo. Era muy raro que me regresaran alguna carta, sin embargo, sucedió. El sobre estaba ahí sobre la mesita del teléfono con una leyenda manuscrita en tinta azul: “México no tiene relaciones con el Estado Español”. Seis años más tarde asistiría a un concierto de Joan Manuel Serrat que se realizó en el cine Bujazán, de la ciudad de Tijuana. Ya para entonces tenía 17 años y estaba por ingresar a la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Nuevo León.
Ahora sé, gracias al doctorado que la Universidad Autónoma de Nuevo León le otorgó a Serrat, en 2024, que este vino a México a dar una serie de conciertos, y ya estando aquí se pronunció contra el fusilamiento, por parte del Gobierno español, de cinco activistas. Estas declaraciones le valieron que se le cerraran las puertas de su patria y se quedara varado en México. Rentó un autobús y se inventó una larga gira. Yo asistí a su concierto en Tijuana, escuché "La vida no vale nada" y "El testamento de Amelia"; esta última en catalán. El mundo, el gran mundo, se seguía revelando.

En 1938 un jurado conformado por Antonio Machado, Enrique Díez Canedo y Tomás Navarro Tomás, le otorga a Pedro Garfias el Premio Nacional de Poesía por su libro Poesías de la guerra española. Al término de la misma pasa a un campo de concentración en Francia, al igual que el niño Tomás Segovia de apenas doce años. Futuro gran poeta y traductor hispano-mexicano. En abril de 1939 llega a Inglaterra, y de ahí, después de una corta estancia, al puerto de Veracruz como parte del primer contingente de republicanos exiliados. Gracias al disco de Serrat conocí la poesía de Antonio Machado. Luego llevé en clase el libro Métrica española, de Tomás Navarro, y con el tiempo supe que Enrique Díez Canedo fue el gran amigo de Alfonso Reyes, y que a él le debemos el marbete de Capilla Alfonsina, misma que se asienta en el corazón de ciudad universitaria, en San Nicolás de los Garza, como un tremendo y potente faro que intensifica su luz durante el mes de mayo cuando la Universidad celebra su Festival Alfonsino.
Me intriga que tanto Garfias como Cernuda, dos poetas andaluces sumamente distintos entre sí, hayan salido de España vía Inglaterra. El tono de la poesía de Cernuda se volvió amargo, y la vida de Garfias comenzó a desangrarse. Los dos morirán en México. Los dos encontrarán una segunda oportunidad que, a su modo, sabrán aprovechar. Cernuda escribe Variaciones sobre tema mexicano; y Garfias, De soledad y otros pesares.
Gracias a Raúl Rangel Frías que estaba al frente del Departamento de Acción Social Universitaria de la muy joven Universidad de Nuevo León; juventud que ambos compartían, ya que Rangel Frías contaba con tan solo treinta años de edad, y a las brillantes conferencias y recias lecturas de Pedro Garfias, este fue nombrado su secretario y trabajó para nuestra Alma Mater. Y ahí, dejó la estela de su paso en el boletín Armas y Letras. Hay un dicho que reza que los genios se reconocen entre sí. Cuando Vasconcelos, rector de la Universidad Nacional de México, escuchó un discurso del joven Carlos Pellicer, lo contrató de inmediato. Lo mismo hizo Rangel Frías con Pedro Garfias que había dictado una conferencia sobre García Lorca en la Escuela de Verano. En ese entonces el rector de la universidad era Enrique C. Livas. Las grandes instituciones propician los grandes encuentros.
Uno de los más caros amigos de Pedro Garfias fue don Alfredo Gracia Vicente, librero y galerista, que lo acompañó en la sala general del Hospital Universitario, donde Garfias habría de fallecer el 9 de agosto de 1967 a los sesenta y seis años. Don Alfredo, años después, abriría una pequeña y selecta librería que llamaría Arte y Libros. Ahí, a finales de la década del setenta, yo compraría a plazos, la edición de Losada de la Obra Completa, de Miguel Hernández.
En 1948 la Universidad de Nuevo León le publica De soledad y otros pesares. El libro lleva una dedicatoria donde el autor agradece y ofrece dicha publicación a Monterrey y a la Universidad de Nuevo León. Existe un retrato que le hiciera Guillermo Ceniceros con la misma fuerza y el mismo trazo con que plasma las montañas que ve y sueña.
Se cuenta que en el pórtico de la librería Cosmos, de la calle Padre Mier, Pedro Garfias solía atender a un grupo de jóvenes poetas a los que imponía con su voz y presencia. También, es del dominio público, que escribía en las servilletas de las cantinas y que esos jóvenes poetas que lo admiraban las recogían y guardaban como textos cifrados por la belleza, la vida, el dolor y la soledad. El exilio, y la pérdida de España, lo fueron minando hasta envejecerlo y acabarlo prematuramente. Pese a esto, a esta penuria, a su divorcio y a la cirrosis que padecía y que habría de acabar con su vida, Gabriel Zaid apunta en su ensayo La poesía, fundamento de la ciudad, lo siguiente: “una de las cosas que hacen importante a Monterrey es que Pedro Garfias haya andado por aquí”.
Durante mis años de estudiante se hablaba de Primavera en Eaton Hastings, como el gran libro de Pedro Garfias. Este poema, al decir de su autor, se escribió en Inglaterra durante los meses de abril y mayo de 1939, “a raíz de la pérdida de España”. Lo leí bajo el tremendo alud que significó la obra de la Generación del 27, de los poetas de la guerra, de las vanguardias, de las que Garfias formó parte al lado de Gerardo Diego, Jorge Luis Borges y Juan Larrea; este último, amigo de César Vallejo. Ahora, que lo leo con más cuidado, respeto y atención, encuentro lazos con poemas de García Lorca, Alberti y Gorostiza. La pulsión ingobernable del poema breve revestido de luz y asombro. En el caso de Garfias desde una dura perspectiva que podría calificar como una epifanía de lo austero.
A finales de los setentas, y a mitad de mi carrera de Letras Españolas, Borges, Neruda y el boom latinoamericano, se iban imponiendo; sin embargo, León Felipe, en México, y Fernando Arrabal, en Francia, permanecían como ecos de una resistencia dentro de una literatura que parecía sofocada por una efectiva represión. Yo iba a casa de don Alfredo Gracia a tomarme una copita de Jerez; entre los dos se echaba el Capitán, su perro; y María Luisa, amable y distante, se retiraba a sus habitaciones. Me extraña que, pese a que solo hablábamos de literatura, nunca se tocó el tema de su amigo Pedro Garfias.
En 1980 la Preparatoria 16, de la ya Universidad Autónoma de Nuevo León, reedita su muy necesario libro El ala del sur, que da cuenta de una sensibilidad y pertenencia que el poeta fue cultivando con tozudo y amoroso talento.
Muy tardíamente, ya en la segunda década de este siglo, descubrí que la canción “Asturias”, que canta Víctor Manuel, es en realidad un poema que Pedro Garfias escribió en 1937, y que el cantautor conoció durante una gira en México.
Pedro Garfias siempre declaró y escribió que México era su segunda patria. “Lo demás pertenece aquí, a México y Monterrey; lo debo a mi segunda y amada Patria”. Lo escribe con respecto a la obra que siguió a Primavera en Eaton Hastings. La Universidad de Nuevo León, hoy Autónoma de Nuevo León, lo acogió y publicó en reiteradas ocasiones. Ahora edita sus Obras Completas, bajo la edición de José María Barrera López y epílogo de Carlos García Monge. Su peregrinar, por nuestro país, lo llevó a Ciudad de México, Guadalajara, Monterrey y Torreón. Su breve estabilidad laboral se la debió a la Universidad de Nuevo León, fue atendido, y murió en el Hospital Universitario acompañado por esos amigos que encontró en este norte de México, y su cuerpo reposa, desde hace 58 años, en el Panteón del Carmen de la ciudad de Monterrey.
Mi Universidad y su innegable tradición humanista que arranca con Raúl Rangel Frías, Juan Manuel Elizondo y José Alvarado, y que tiene como aval el Voto por la Universidad del Norte, de Alfonso Reyes, fue el punto de confluencia que permitió mi encuentro con la obra de este poeta. Me doy cuenta que, si no hubo lazos diplomáticos entre México y el Estado Español, siempre ha habido poderosas y esenciales raíces, abigarrados bosques culturales y sociales, entre las dos orillas. La obra de Pedro Garfias es un robusto testimonio de ello que, cada que lo leamos, habrá de reverdecer y, por qué no, ensancharnos el mundo, como esos sobres que descansaban, en una lejana, pero presente infancia, en la mesita del teléfono, de la casa de mis padres, al regresar del colegio.
AQ