¿Qué nos impide ser libres? Es la interrogación que nos lanza, casi como un desafío, Pascal Quignard en su ensayo inédito en español Crítica del juicio (Canta Mares, 2025), que condensa uno de los temas principales de su obra: la relación entre yo y nosotros, su imposible coincidencia, pues para el escritor francés solo cuenta la vida, es decir, la creación, el momento en que aflora el desorden, lo inesperado, lo inaudito, el amor —que nunca son sociales.
El libro comienza con su decisión de abandonar toda posición de poder. Quignard renace en una tarde de 1994 —la fecha elegida coincide con la de su nacimiento, el 23 de abril—. cuando decide romper con quien fue hasta entonces. “En la primera parte de mi vida, me criaron, me educaron, me civilizaron, fui un buen estudiante, católico, respetuoso, atemorizado. Bordeaba el muro del liceo y me esforzaba por hundirme en su sombra. Ni un error gramatical. Ni pecado en puntuación. En la segunda parte de mi vida, durante 25 años, ejercí diversas magistraturas: entré a la editorial Gallimard en 1969 como lector, luego a la ORFT, luego a la Universidad de Vincennes, a la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales, a France Culture, a FR3, a L’Express, a Le Nouvel Observateur. Por doquier, siempre que solicitaran mi pericia, juzgué todo a partir de no sé cuál competencia interna (arrogancia) o según un sentimiento inexplicable de integración ciega (superyó), siendo más audaz y determinado que asumido y consciente. Abandoné todo en 1994. Comencé una tercera vida que abandonó el juicio. No encontrarán aquí una crítica a la prensa, la televisión, los jurados, los comités de lectura, etcétera. Encontrarán una crítica del juicio”.

Elegir la vida es así renunciar al juicio que se sitúa del lado de la muerte, del ejercicio de poder que ejecuta, elimina, cancela en nombre de la opinión común, del consenso. Implacable y asumiendo hasta sus últimas consecuencias lo paradójico de su título, Quignard hace la crítica del juicio y de la dominación corporal, psíquica y lingüística que implica. Si bien el título hace eco al célebre tratado de Immanuel Kant, Quignard nos recuerda la concomitancia de su publicación, en 1790, con el Gran Terror durante la Revolución francesa. El “poder de evaluación” —la Beurteilung— hunde sus raíces en el “temor de la mirada del otro” que lleva a su aniquilación. Como suele hacer en sus obras, reconstituye aquí la historia de la noción y, pacientemente, encuentra en la etimología de las palabras que han designado el juicio, en griego, en latín, en alemán, en francés, la falla, el punto de quiebre que nos permitirá abrir una brecha. Pero se trata de una labor ardua que comienza por el cuerpo, domesticado a fuerza de miedo —a la desaprobación, al error, al ridículo, a la exclusión del grupo—, la lengua compartida que habrá que hacer propia y las diversas formas de pertenencia familiar, social, nacional, de las que deberá desprenderse.
Juzgar no es inofensivo. En nombre del juicio se destruyen vidas, se queman libros, como en 2007, cuando, en una librería en el sur de Francia, los ejemplares de su ensayo La noche sexual fueron vandalizados. Junto a sus libros, en ese sacrificio fallido, estaban también los de Bataille, San Agustín, Rousseau: “El libro en persona era lo que causaba problema a los religiosos integristas que habían buscado dar su juicio, alzar una hoguera, proceder a un acto de fe. No eran mis libros, sino todos los libros y únicamente eso habían atacado. Fue la representación lingüística del pensamiento en sí a la que habían condenado los fieles católicos y a la que debían castigar por sacrílega”.
Crítica del juicio es así un libro antifilosófico, antikantiano, que busca apartarse de la autoridad crítica, un libro que se retira de la opinión e intenta ir hacia el pensamiento que es una forma de crear, una meditación: “Lo que pierdo en la facultad de juzgar (comparar) lo gano en capacidad de pensar (meditar). Ya no hay punto de vista en mi visión. La idea de matar o de jerarquizar o de elegir se retiró de mí”. Es un pensamiento literario, una forma pensante que se expone y abre hacia un silencio compartido.
Pero esta crítica suya proviene de muy lejos, de su infancia en una ciudad en ruinas tras la guerra, de la afasia y la anorexia que durante años lo marcaron, de la dolorosa interiorización de un discurso que inculca, afirma, aprueba y excluye: “No juzgar más es ya no ser recluta de lo que genitores, antecesores, reproductores, decanos, muertos, ancestros, pensaban en la lengua que de ellos nos viene y que prolongamos.
“No juzgar más es ya no ser portavoz de lo que mi parentela o mi grupo o mis accionarios o mi clase o mi comunidad o mi empleador o mis patrocinadores o mis asesores de prensa piensan.
“Sin importar la manera, crear es primero traicionar lo que precede. Traicionar el grupo de donde procedemos directamente. Es a la vez romper el statu quo de la comunidad en el espacio del país limitado por sus fronteras lingüísticas y hacer polvo el statu quo de la tradición en el tiempo histórico”.
“No juzguen”, nos dice así obstinadamente, libérense del yugo colectivo del juicio, de la obsesión de la comparación, de la distinción entre bueno y malo. Olviden, por fin, el superyó, esa forma de autovigilancia, de autorrepresión que interioriza la mirada externa y la obedece. Sepárense de las dependencias pueriles que limitan la existencia, de ese síntoma pequeñoburgués que es el juicio y su ambición de ser una autoridad crítica. “La facultad de juzgar está por completo del lado del resentimiento” y no del sentir, de la sensación, camino descendente hacia uno mismo: “No me hables del mar, sumérgete. No me hables de la montaña, asciende. No me hables del libro, lee, adentra más aún la cabeza en el abismo donde tu alma se pierde”- Al juicio, Pascal Quignard opone entonces la emoción y nos invita a seguirlo en ese deseo de leer y escribir verdaderamente, es decir, en libertad.
“Leer de verdad nunca es juzgar.
“Hay algo mucho más profundo que juzgar en el sentido mudo de recibir, en la alteración del alma y el reajuste total que induce lo que ahí se abalanza.
“Antes del me gusta/ no me gusta, antes del tomo/ dejo, hay un ser emocionado sin distancia.
“Hay un sentir que es como una herida.
“Antes del sentir en el sentido sublime del sentimiento, está el sentir en el sentido primario de sensación. Está una lesión antes del resentimiento”.
Pues se trata de volverse autor de su propia vida, trabajar para sí mismo sin buscar la aprobación de ninguna instancia: “Autor designa a quien se autoriza a sí mismo. […] El autor es quien aumenta el mundo a partir de sí mismo. El autor define a quien no necesita la autorización de nadie para avanzar en lo desconocido donde se pierde solo”. En ese sentido, Crítica del juicio es quizá su libro más político por la radicalidad de su exigencia de apartarse del juego social y su elección de arriesgarse a un espacio propio, como lo es la creación.
Hay que, como Butes, disidir y desobedecer, seguir el llamado fascinante del canto animal, de esa voz acrítica que aún yace en el fondo de nosotros. Estamos demasiado domesticados, nos muestran estas páginas, sometidos por completo al lenguaje común. De ahí que Quignard se arriesgue en este ensayo a lo incorrecto, a lo incomprensible, a la repetición. “Una libertad de puro contenido no es nada si su forma no lo prueba” y, de un libro a otro, lo reafirma al no someterse a los códigos de su tiempo, ni a los géneros, ni a las reglas. Y al hacer que la lengua materna se vuelva extranjera y que en ella resurja lo indomesticado, lo salvaje. Así, Quignard la deforma y hace titubear para que pierda toda certidumbre, cada uno de sus principios. En la frase misma, rechaza los preceptos del buen estilo, su elegancia, su decoro, incluso su belleza —esa armonía que es mesura y autocontrol—. Seamos salvajes, nos invita Pascal Quignard, pero no en el sentido que habitualmente se le concede a la palabra, es decir, de feroz, cruel, bárbaro respecto a lo civilizado, sino en sentido memorioso y recordando que en latín “salvaje” se decía solivagus, aquel que erra solo.
AQ