Tuvimos que convertir el significado en sonido.
Glenn Matlock
El médico me tomó del cuello
y gritó: “¡El premio de consuelo de Dios!”
Soy integrante de la generación vacía.
Richard Hell
Menos que cero, la novela con la que irrumpió Bret Easton Ellis (Los Ángeles, 1964), se convirtió prontamente en un clásico generacional y en una obra que arrojaba por los ventanales de las soleadas casas de sus personajes los pesados ropajes retóricos de las figuras. En cambio, elegía la sequedad, el tono neutro, como el mejor medio para expresar la indiferencia moral, el hedonismo y la falta de conciencia de su universo. Fiel a una estética punk, si a los grupos de la época nada les importaba menos que el alarde “artístico”, la petulancia y pomposidad del rock progresivo contra el que se rebelaron, a Ellis poco le importaban las elaboradas frases de un Norman Mailer o un John Cheever; y su ritmo no era el de la prosodia de largas cláusulas sino el compás elemental de la música entonces en boga: Blitzkrieg pop. Y si bien desconfiaba ya de la trama como necesaria para transmitir su mensaje, tampoco deseaba convertirse en un epígono tardío del posmodernismo. Por ello descubrió su voz en aquellos escritores que habían mostrado el rostro oculto de la soleada vida californiana: la escritura blanca, como la habría llamado Roland Barthes, que más de dos décadas atrás Joan Didion había convertido en su sello para narrar, de una manera fragmentada, con una perspectiva gélida y distante, como si los acontecimientos fueran ajenos al narrador sin importar su participación en ellos, los excesos y vacuidad de la sociedad norteamericana. La escritura blanca, que Barthes había asociado con un antídoto contra la obsesión del estilo que identificaba como residuo de la ideología burguesa, se había transformado en la blank fiction: la narrativa de la generación vacía a la que cantó Richard Hell en el himno Blank generation, cuyos ecos resuenan en este ámbito, pero, curiosamente Ellis, tan obsesivo en su melomanía, nunca la cite: ¿omisión delatora?

Miradas sin rostro
Una de las estrategias de Psicosis americana para configurar el tema de la carencia de personalidad es el virtual anonimato de sus personajes, a pesar de del nombre propio: como las partículas elementales —léase la comparación como un guiño intertextual a un autor que debe mucho a esta obra—, son indiscernibles, carecen de individualidad. La estrategia, en realidad, data de Menos que cero, donde los personajes, todos menores de veinte años, con la esporádica y periférica presencia de los adultos, no solo confunden los nombres, sino también los semblantes: con frecuencia preguntan a desconocidos o recién conocidos si asistieron a tal disco o tal fiesta.
En una inversión que en su momento fue un astuto movimiento, Ellis remonta siglos de progreso narrativo y devuelve la novela a sus orígenes: no importan los personajes, sino los tipos. En una sociedad en la que “todos son ahora guapos” (Psicosis americana), todos efectúan las mismas actividades —frecuentar cafés, bares, discos, antros, ir a fiestas, deambular por el centro comercial, dar vueltas en coche—; realizan las mismas rutinas —se ejercitan, cuidan su físico, se broncean artificialmente—; y beben y se drogan incesantemente, mientras MTV se proyecta como ruido de fondo. Nada hay que los distinga y el narrador no se preocupa por describirlos, aunque si menciona varios rubios y rubias, acaso porque su tipo de belleza es anodino. Su discurso es una enumeración cansina. En cambio, con neurótica pulsión nos informa que ven el mundo detrás de sus gafas negras Wayfarer, no para descubrir la verdad oculta tras la glamorosa publicidad, como en Sobreviven de John Carpenter, sino para interponer una barrera entre sus miradas —¿y acaso sus sentimientos?— y la realidad. Irónicamente, a cambio se registra el nombre de cualquier joven, por fugaz e irrelevante que resulte su aparición. Por el contrario, cuando se menciona a actores, se omite mencionarlos, recurre a fórmulas genéricas: el actor australiano, la famosa actriz.
La música de lo que pasa
Lejano descendiente de Francis Scott Fitzgerald, Ellis retoma el uso de las canciones populares con propósitos narrativos. Inerme para potenciar las claves de lectura y otorgar matices a la trama, toda vez que había desechado el andamiaje de las figuras retóricas, descubrió que los títulos y los versos de los éxitos que suenan en la radio, MTV, los clubes o las fiestas le permitían imponer en la mente del lector una dirección o insinuar tematizaciones y simbolismos. Las referencias pop no son una contraseña generacional o un alarde de lo enterado o enrollado que estaba, como flamante hijo del celuloide, sino un sedimento simbólico en el que incluso la omnipresencia de las pantallas televisivas connota implicaciones estilísticas: el relato como una sucesión de viñetas emparentadas con los vídeos de la MTV; la ausencia de narratividad y la elección de la intensidad.
En una entrevista con Rodrigo Fresán, el autor calificó a las canciones en sus novelas como personajes. En realidad son unidades narrativas: líneas de un invisible coro que puntúa las frases y los actos de Clay, el narrador protagonista; configuran la atmósfera; permiten el flujo de los sucesos. Ni siquiera los nombres de los grupos son triviales. Un chico viste una camiseta con el logo de la banda angelina Fear —que existe y aún está activa—, y hay un personaje que toca en dicho cuarteto y se llama Spit, como el baterista real. Tal presencia, no obstante, no parece condicionada por afición, sino por la connotación: “miedo”; caso contrario, por ejemplo, a las alusiones a David Bowie en la ficción de Hanif Kureishi. Digno exponente de la generación X, Ellis es un connaisseur de la música pop, particularmente la de ese periodo tan rico en variantes. Sin embargo, antes que una exhibición erudita, las canciones citadas destilan simbolismo. Como en las cintas de Edward Wright, cada pieza vincula los acontecimientos y se convierte en un recurso narrativo (véase El misterio del Soho).
Función similar poseen las citas fílmicas y televisivas. Hay menciones a La dimensión desconocida —el título original es más apropiado y sugerente para los propósitos narrativos: la zona crepuscular—; y cuando el narrador escucha que el anfitrión del programa, Rod Serling, murmura en la pantalla “que acabamos de entrar en la dimensión desconocida”, admite que “aunque no lo quiero creer resulta tan surrealista que sé que es cierto”. Idéntico propósito tiene la mención a Los usurpadores de cuerpos —el remake de Philip Kaufman—, un guiño a la uniformidad del comportamiento que adolecen los personajes. Por ello, el lector ideal de esta obra es un versado en cultura pop, capaz de captar las implicaciones, como el lector ideal contemporáneo de Dante era el versado en teología y literatura clásica.
“A la gente le da miedo mezclarse entre el tráfico de las autopistas de Los Ángeles”, la frase del íncipit, resuena enigmática y obsesivamente en nuestra mente como resuena en la de Clay: “aunque la frase no debiera haberme inquietado, se me queda grabada en la mente durante mucho tiempo”. En el contexto del relato, traducir “to merge on freeways in Los Angeles” como “mezclarse en las autopistas de Los Ángeles” parece una elección torpe —la traducción sería: “a la gente le da miedo meterse en las autopistas de Los Ángeles” o “meterse en el tráfico de las autopistas de Los Ángeles”. (Por cierto, hay dislates menores en la traducción de Mariano Antolín Rato; traducir “chili” por ”chiles”; confundir un chaleco de punto con una gabardina o no reconocer el caló de algunas frases, entre otros).
Suerte de leitmotiv, resonará en la narración para insinuar un posible tema: el temor a involucrarse, a entrar en contacto con los otros, a comprenderlos como personas y no como elementos que ocupan una función aleatoriamente. Estas construcciones aisladas —fragmentos de un mensaje ausente—, que se leen como premoniciones o sentencias en el cuerpo de la novela, además de configurar el ambiente y urdir presagios, apuntan claves de lectura.
No obstante la rotundez del íncipit, la frase más emblemática es “Desaparece aquí”, el admonitorio y siniestro señalamiento que el protagonista lee en un cruce de la extensa avenida Sunset. Como un estribillo pegadizo, retornará en varios momentos al lacónico flujo de conciencia del narrador. Al igual que el íncipit, ese aviso se repetirá en obras posteriores del metaverso Ellis; aparte de vincular las tramas, contribuirá a parodiar la ilusión de sentido. Porque, hay que decirlo, compleja y plena de reverberaciones susceptibles de elevadas interpretaciones —el nihilismo, la crítica social—, más allá de su enjuiciamiento a las convenciones literarias y de su asedio a las nociones de ficción y realidad, esta obra no persigue lecturas trascendentales. Por ello, los mejores acercamientos provienen de la teoría alimentada en el deconstructivismo: no hay trascendencia, sino únicamente un juego de significantes, cuya dinámica revela la ausencia de un Significado. A pesar del carácter ominoso que los acontecimientos toman en el último tramo de Menos que cero, nadie muere realmente y la presunta implicación del miedo a relacionarse con los demás —el “people are afraid to merge”— se antoja más un juego con las expectativas sentimentales del lector que un mensaje autoral. Los anuncios que podríamos asumir como indicios semánticos son guiños irónicos, emparentados con los escarceos de significación de David Lynch o los hermanos Coen: mero cachondeo. (En este punto, emerge al tráfico de las autopistas textuales otro aporte estilístico de Ellis: la ironía, un efecto del distanciamiento). Estamos tan lejos del uso del letrero como epígrafe hermenéutico (“¿Le gusta este jardín?”) en Bajo el volcán de Malcolm Lowry, como del simbolismo icónico del anuncio del oculista que preside los destinos de El gran Gatsby. Nótese, por ejemplo, que Clay tiene en su antigua recámara un cartel de un disco de Elvis Costello —el músico inglés es la gran referente intertextual de la novelística de Ellis, no en vano el título de esta primera novela procede del primer sencillo de Costello: Less than zero (1977)—, cuyo nombre, Trust (confianza), recuerda en la mañana de Navidad. Sin embargo, este microcosmos nadie puede confiar en los otros porque no hay empatía. De hecho, en un giro metairónico, el propio título de Costello era un sarcasmo.
Cuarenta años después…
Releída cuarenta años después, Menos que cero conserva aún esa energía y crudeza punk con que irrumpió en el apacible y acomodaticio, más que cómodo, medio literario. Su estilo lacónico, el ritmo que concita la estupefacción, de la cual solo podemos sacudirnos con los latigazos de crueldad que nos obliga a atestiguar, a volvernos cómplices a través de la mirada —una década atrás, Jim Morrison, cuya sombra se proyecta sobre esta obra, nos había advertido del carácter ultrajante de la visión—, no han perdido ni vigencia ni capacidad de conmoción. A la precoz edad en que escribió su primera novela —la concluyó a los veinte años—, Ellis tenía una voz clara y era astuto tanto para plantear señuelos de significación como para conducir el flujo narrativo. Ese relato maneja los tiempos como una composición compleja. Al principio nos sumerge en el letargo del synth-pop para en el último tercio zarandearnos con el tempo acelerado del hardcore. Logró captar la violencia y brutalidad que latían detrás de las brillantes superficies especulares del capitalismo tardío y expresó el aturdimiento e indiferencia ante los crímenes y la erosión de valores de su época. No es el escritor más talentoso ni el más culto —no al menos literariamente—, pero ha escrito dos de las novelas más emblemáticas de la época y su generación. A pesar de que en este lapso nos hayamos acostumbrado a la violencia en los medios de comunicación; a que los adolescentes y jóvenes asesinos ya no sorprenden ni espanten; y a que la bestialidad terrorista de los narcotraficantes haya relegado las cintas snuff al terreno del entretenimiento familiar; la violencia y degradación de Menos que cero aún resulta impactante; y la idiotez moral que refleja la convierte en la mejor expresión del clima que denuncia. En las obras posteriores en las que Ellis pretendió retomar el tema —como la fallida Suites imperiales— no consiguió la precisión y firmeza de escalpelo de su primer corte, que se afianza como un clásico del siglo XX y en la Bildungsroman más siniestra jamás escrita.
AQ