El nombre de Luis Armenta Malpica es sinónimo de poesía, como autor tiene una obra vasta, sorprendiéndonos en cada libro, vibra al unísono con el universo; como editor está a la cabeza de Mantis editores, que con los años ha posicionado sus esfuerzos de difusión de autores nacionales y, a través de la traducción, del acercamiento de autores extranjeros contemporáneos, convirtiéndose en un referente en la industria editorial mexicana; como maestro, puntual desde siempre con talleres (ahora llamados laboratorios y cuyo término ha generado nuevas discusiones sobre el lenguaje, lenguaje a fin de cuentas). En resumen, Armenta Malpica provee y al mismo tiempo ordena los asuntos importantísimos de este país como lo son los asuntos poéticos.
Conocí a Luis en 1994, unos años antes de que publicara su primer libro, Voluntad de la luz, cuando fuimos invitados a leer en un encuentro nacional de jóvenes poetas que organizó la UNAM en Chetumal, Quintana Roo; cruzamos un par de palabras y nos hicimos amigos al momento; yo pretendía ser un poeta escandaloso, pero Luis, que parecía que no rompía un plato, provocó con su lectura de esa tarde, olas sobre la tranquila bahía de los siete colores en Bacalar, que era la sede del encuentro; sus poemas, llenos de simbolismos, intensos, infernales, litúrgicos, asombrosos, íntimos, cósmicos, celestiales, me parecieron simplemente escandalosos.
Había desde entonces, una voz, un rumor de voces, un canto que Armenta Malpica ha sabido arraigar a su acuático discurso hasta el día de hoy, porque sabe para sus adentros —y para sus afueras— que la disección del que se mira en nosotros es un trazo, una inscripción que perdura; han pasado los años y hemos —para mi fortuna— seguido coincidiendo. Por supuesto que en esa ocasión no logré mi propósito de escandalizar a los lectores, pero en cambio agregué sentido a ese término; con la ayuda de Luis, escándalo lo familiarizo ahora con el asombro, con revivir, con el ruido que hace Dios cuando nos despierta y, desde luego, con el ruido que hace el agua cuando fluye, es decir con poesía.
En El agua recobrada, antología que recoge parte de su vasta bibliografía, Luis Armenta Malpica permite a los que lo leemos desde hace tiempo redescubrirlo y a los que lo leen por primera vez redescubrirse; yo podría aquí hablar simplemente de bagaje o de refinamiento en una obra pulida en el habla y a través del habla, purificada en el más profundo de los sentidos, es decir ensanchada a fuerza de diálogos con la tradición y con el arte (el autor es un hombre cercano a las expresiones sutiles de muchos artistas de todas las disciplinas en todas las épocas, el autor es un hombre culto, pues) o podría hablar simplemente de los niveles de emoción o de certeza que nos provee este hombre líquido, pez de papel, poeta confeso…
Pero me quedo con esa atmósfera concebida en lo más imprevisible: en lo cotidiano, porque sin cometer indiscreciones el autor nos toma en cuenta para lo que cuenta, para lo que dice y nos impregna palabra por palabra.
Cuando uno lee fluye, pero cuando uno lee la poesía de Luis Armenta Malpica se pone en contacto súbitamente con la felicidad, quizá generalice mi propia experiencia (a la que invito siempre) pero acudo a T.S. Eliot y estoy claro que “Lo que en un poema importa no es nunca lo que dice sino lo que es”, y mi corazón que es la ciudad más grande que conozco, diría: Hay que mirar a donde nadie mira, porque es ahí donde se ve todo.
Si nadamos o volamos o caminamos, o estallamos como una bomba (esas son las opciones como lectores de sus poemas) tenemos la oportunidad de verificar la interpretación que hemos querido darnos desde nuestro origen, un libro de poemas a fin de cuentas funciona como diccionario (personalísimo en este caso) porque da definiciones, nos explica lo que somos o para qué servimos y porque anteponiendo el hermoso re: recobramos, reanudamos, revolucionamos, repartimos, resistimos los embates de nosotros mismos y recapacitamos.
La poesía es ciertamente algo divino, es la consumada y perfecta superficie de todas las cosas, aquí hay agua y eso refresca, lava, limpia, inmortaliza todo lo que hay de mejor y de hermoso en el mundo, entonces: ¿qué hay implícito en este acontecimiento (el libro) que provoca otros acontecimientos (la lectura, el goce)? Creo que hay una visión y por supuesto un legado que empieza a constituirse en nuestros propios ojos y que invita, por decirlo de una manera escandalosa, a recobrarnos en una explosión porque somos pólvora y esta no está mojada.
Tecnopop
La primera vez que reflexioné sobre el Enola gay fue el 6 de agosto de 1987 en una discoteca al sur de Monterrey, la escena transcurrió más o menos así: dejé de hacer mis movimientos raros en la pista y me negué a bailar la rola de OMD, intenté explicarle a la chica que me acompañaba que en realidad no era nada personal, que era una especie de protesta en solidaridad con los japoneses y que mi inmovilidad obedecía a un homenaje y una muestra de respeto por la humanidad, además, ustedes estarán de acuerdo, que bailar es el único acto en el que puedes hacer el ridículo y al mismo tiempo seguir siendo “cool”.
—¿La mamá de quién? ¿Cuál avión? ¿Entonces a qué venimos? Tú sabes que aquí hay muchos que quisieran bailar conmigo sin ningún problema —y concluyó, al mismo tiempo que daba una graciosa vuelta sobre su eje, diciéndome unas palabras que cayeron en mí como una bomba: “El amor siempre ha sido la víctima primera del poema…”.
—Espérate —le decía yo—, ya van a poner las de Duran Duran…
Desapareció entre las luces de colores ochenteros y la multitud que coreaba feliz y eufórica la canción: “esos juegos a los que juegas / algún día terminarán en lágrimas / oh oh enola gay / no debería de haber acabado así…”.
Padecí la detonación de su desprecio, jamás volví a bailar con ella, es más, nunca la volví a ver, un daño colateral más de la bomba atómica.
Y entonces pienso en Luis, quien cuando escribe a mano sostiene la pluma de una manera particular (de la misma manera —imagino— que Tibbets sostenía la palanca con el botón para soltar al pequeño niño que 45 segundos después confirmaría de qué somos capaces los seres humanos) y me maravilla el resultado inverso de la destrucción, el poder expansivo de la poesía de Armenta Malpica, que suaviza los efectos devastadores del Hiroshima personal que todos nos cargamos.
Hibakusha
Tsutomu Yamaguchi es la única persona que ha sido reconocida oficialmente como un sobreviviente de las dos bombas atómicas, por alguna extraña suerte estuvo en Hiroshima y en Nagasaki el 6 y el 9 de agosto de 1945, su historia estruendosa me pone los pies en la tierra, la poesía me pone los pies en la tierra, al ingeniero japonés se le presentó dos veces la oportunidad de sobrevivir y aprovechó las dos, más allá de que se convirtió en activista quiero pensar que era un lector de poesía, que en sus ratos libres les leía haikús a sus nietos, y que olvidó cómo y porqué tenía esas cicatrices en su cuerpo, si lo hubiese conocido le hubiera preguntado porque desde entonces su lenguaje era una estampida de metáforas como corazón derretido, cielo contaminado o sobrevuelo infectado, la noche siguiente de invocarlo, se apareció en mi sueño y volvió a hacerlo (con una diferencia de tres días) la primera vez me dijo: El poder de inmortalizar lo que toca hace al poeta igual a los dioses o a las hadas o a los pájaros o los aviones, seres que surcan el cielo con intenciones (malas o buenas) somos nosotros —continuó bajando la voz— los que asumidos como partidarios del juego de las energías naturales quienes tenemos que abolir en amor la represión, conviértete en el menos fácil de olvidar —concluyó.
Tres días después lo volví a soñar Tsutomu esta vez menos enfadado me dijo: proponte una felicidad y sé un buen viviente, ardiente y flexible que responda a su deseo, yo le contesté con unos versos de Luis:
Una mirada basta
para contaminar la transparencia.
Que alguien apague la agonía de la carne celosa
en su constante celo.

Radiación o el amor que no se miente jamás a sí mismo
Esos pilotos que encararon la vida y algo más, los sustituyo ahora por un poeta: Luis Armenta Malpica encara a la literatura y a la vida, hila sus secretos pero no los aplaza, arma el rompecabezas en sus silencios y entrelíneas para que quienes lean (leamos), descifren (descifremos), entiendan (entendamos) sientan (sintamos) el efecto multiplicador, infinito de las palabras que vibran como nuevas porque están dichas de verdad y supongo que un secreto es un objeto del deseo, que a su vez es sinónimo de poesía, esa que es más comprensible desde inesperados ángulos como un relámpago o una nevada y supongo también que de un secreto no se sabe mucho y que, haciendo honor a su nombre, secreta, exuda un humor que se disemina en este caso en el lenguaje y detona los hallazgos en esta historia profunda y emotiva, yo sufro las radiaciones que desde la luz voluntariosa que Armenta Malpica ha emitido; su poesía, estruendo de música que nos pronuncia, provoca un incendio donde se refresca nuestra memoria con la convicción de que renaceremos de las cenizas y así renovados, reapalabrados, entendemos que somos eso que damos y eso que recibimos.
AQ