A Guillermo Saccomanno no le interesan los eufemismos. Sentado en la Universidad del Claustro de Sor Juana, bajo la luz opaca de una tarde tibia y húmeda en Ciudad de México, dice con parquedad: “El mundo está realmente jodido”.
No hay afectación en las palabras del escritor (Buenos Aires, 1948), ganador del Premio Alfaguara de Novela 2025 por Arderá el viento, una historia que, como muchas en su obra, arrastra la violencia como condición de existencia.
En entrevista, Saccomanno recorre temas que lo obsesionan: el rol del escritor, la violencia como condición estructural y el uso de la literatura como forma de resistencia.
“Uno podría pensar que la violencia está mitológicamente instalada desde la Biblia, desde Caín y Abel. La maldad está en la Biblia”, dice. Para él, no hay afuera posible. “No hay un afuera de la violencia en la literatura latinoamericana”, afirma, y tampoco lo hay, parece decirnos, en la vida misma.
La novela ganadora transcurre en una villa balnearia, donde la irrupción de una pareja excéntrica cataliza tensiones latentes. Lo que le interesa narrar no es la paz, sino, en todo caso, lo que queda cuando ya no hay guerra: “Lo contrario de la guerra no es la paz sino la conciencia”, asegura.
Saccomanno habla sin pausa, como si cada afirmación tuviera un reverso inmediato. Rechaza la ingenuidad, la neutralidad, el optimismo fácil. “Soy poco optimista”, dice, tras enumerar dieciséis conflictos bélicos activos, poblaciones desplazadas, el hambre, las balsas, y los “payasos que nos gobiernan (no los nombro porque pueden traer mala suerte, pero pueden tocar el botón)”.
La pregunta por el sentido de escribir le parece tramposa. “Uno no sabe por qué escribe. Ignora el sentido. Si uno piensa todo lo anterior, no dan ganas de escribir. No es aconsejable comenzar el día leyendo diarios”, dice, aunque se admite lector de ellos. Escribe apenas se levanta, cerca de las cinco, ya sea en su refugio en Villa Gesell, pueblo balneario de la Costa Atlántica argentina, o en su departamento del centro porteño, donde el paisaje cambia dramáticamente por las noches y los fines de semana, cuando los oficinistas no están y en las calles quedan las luces de los bares. Es entonces, en medio de esa soledad, cuando baja a respirar el aire húmedo del Bajo, el que llega de las inmediaciones del río. Muy cerca está Puerto Madero, donde la atmósfera tiene un aire de escenografía elegante y algo cinematográfica, y los reflejos de los edificios vidriados y modernos se funden con las farolas tenues que bordean los diques, dibujando líneas doradas sobre el agua quieta para turistas en busca de bohemia porteña. Pero es bien alejados de allí, sin embargo, donde el escritor piensa a sus personajes crudos y despiadados. Los sitúa en escenografías opuestas, que destilan pérdida, mezquindad y la derrota, esas que componen aquello que Saccomanno alguna vez llamó “la miseria del mundo”.
Un conflicto vital
A Saccomanno, sobre todo, le interesa el derrotado. No el que habita una vida glam a fuerza de incrustarse en un hábitat cosmético e indoloro. Los personajes derrotados, aclara, le interesan no por compasión, sino porque en la derrota hay una grieta, un conflicto vital.
“Un derrotado siempre es mucho más interesante que el triunfador; no creo que la biografía de Elon Musk sea muy interesante”.
Para esta convocatoria, se recibieron al premio 725 manuscritos, de los cuales 322 fueron remitidos desde España, 93 desde Argentina, 110 desde México, 89 desde Colombia, 38 desde Estados Unidos, 27 desde Chile, 25 desde Perú y 21 desde Uruguay. El jurado estuvo presidido por el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez (ganador del Alfaguara en 2011 con El ruido de las cosas al caer), la escritora argentina Leila Guerriero, la cineasta española Paula Ortiz, la librera argentina Andrea Stefanoni (a cargo de la librería madrileña La Mistral), el escritor español Manuel Jabois y la colombiana Pilar Reyes, directora editorial de Alfaguara, del grupo Penguin Random House, con voz pero sin voto.
Saccomanno escribe con la obstinación de quien no puede hacer otra cosa: “Escribo con la esperanza entre los dientes, como decía Berger”. Algo que le lleva a asegurar: “Yo no sé escribir novelas”. Su trabajo cotidiano, dice, es escribir, y ver cómo la historia adquiere dimensión y entonces, acaso, descubre el género, una voz, una articulación.
Le gusta pensar que sus libros puedan arrojar algo de claridad: “Un poco de luz a un pibe o piba, hombre o mujer, que puedan encontrar un punto de vista diferente”.
El autor se siente a gusto en la conversación por el hecho de que suceda en Ciudad de México, una ciudad donde tiene amigos queridos y “nunca se aburre”. Con la mirada que recorre la atmósfera íntima y cargada de historia del Claustro, Saccomanno se maravilla al cruzar el patio empedrado. Sus palabras están rodeadas de columnas y bugambilias, que cortan el silencio antiguo, casi monástico, en la luz que cae oblicua sobre los muros. Hay algo de recogimiento, de pausa reflexiva, que le permiten volver a la carga en la charla.
“No me gusta idealizar a los personajes”, dice. Tampoco al lector. En su trabajo, nadie está a salvo del mal. Y Arderá el viento es un ejercicio llevado al extremo. “Esto es violencia política. Pero eso no significa que los pobres no tienen nada que ver con el mal. El mal está en nosotros. Y está la falta de fe, amor y respeto a los otros. Nadie es inmune”.
Sus narradores se mueven en atmósferas densas, donde la compasión no excluye la crueldad. “Respirando atmósfera sádica se convierten en malvados”, suelta. Y no lo dice con regocijo, sino como quien toma nota de una lógica que lo excede.
En Arderá el viento, como en otros de sus libros, la infancia aparece sin romanticismo. También hay un trabajo explícito sobre los cuerpos femeninos. “El personaje femenino es un ejercicio de travestismo. ¿Cómo es ser mujer? ¿Cómo es sangrar una vez al mes? ¿Cómo es parir? Son experiencias que los hombres ignoramos”, dice con curiosidad y respeto. Hace silencio, busca preguntas con su mirada detrás de sus anteojos de carey. Luego retoma.
El autor no cree que un escritor sea omnisciente, pero sí reconoce que cierta dosis de delirio es necesaria: “Sin omnipotencia no podés escribir. Te la tenés que creer. Tenés que tener un poco de confianza, aunque dudes todo el tiempo”.
En su escritura no hay redención, pero sí una forma de entrega. “Un escritor nunca sabe muy bien el sentido de lo que hace, si lo hace bien o mal, pero goza haciéndole daño a los personajes”. Y se apura en aclarar: “Yo no lo hago, el daño ya estaba hecho”.
“La civilización es frágil —dice—. Las desapariciones forzadas, las madres buscadoras. esas mujeres que enfrentaron la violencia con dignidad y sin armas. “Si no las hubiéramos tenido, no sé qué sería de nosotros”. Lo normal en América Latina es la irrupción de la violencia, sostiene. “Y lo contrario de la guerra no es la paz, es la conciencia”.
Alude a La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes, también, como punto de partida de la violencia en la literatura del continente. Ha vuelto a comprar un ejemplar para llevarse de regreso a Bueno Aires, para tener una edición nueva e impresa en México. En aquel sentido, Saccomanno se reconoce en el conflicto. Es su materia narrativa. En ese cruce entre lo íntimo y lo político, ha construido su literatura.
AQ