Pocos poetas mexicanos del siglo XX son tan menos conocidos que Ramón Rodríguez. Nacido el 14 de mayo de 1925 en Córdoba, Veracruz, pertenece a la generación de poetas nacidos en la década de los veinte: Jaime Sabines (1926-1999), Rosario Castellanos (1925-1974), Dolores Castro (1923-2022) y Rubén Bonifaz Nuño (1923-2013), entre otros. Sin embargo, por su poética y los temas que cultivó, su sensibilidad es más afín a la de quienes nacieron en los años treinta: Marco Antonio Montes de Oca (1939-2009), Gabriel Zaid (1934), Gerardo Deniz (1934-2014), José Carlos Becerra (1939-1970), José Emilio Pacheco (1939-2014), y Francisco Cervantes (1938-2005); la generación que, precisamente, habría de renovar la poesía mexicana y encausarla hacia la época contemporánea.
A este desconocimiento, sin duda, contribuyó el recelo del propio autor para publicar y, posteriormente, para escribir, además de que su personalidad, renuente a participar en la comedia cortesana que se conoce como “vida literaria”. Su primer libro, Ser de lejanías (Ficción, Universidad Veracruzana, 1960), cuyo título indicaba sus influencias, fue publicado en secreto por sus amigos y colegas Sergio Galindo y Fernando Salmerón, con quienes había fundado la Editorial de la Universidad Veracruzana y su revista emblema: La Palabra y el Hombre. Tras un silencio de casi tres décadas, en 1987 apareció Cuartel de invierno en la colección Luna Hiena de la misma universidad. ¿Sintió el escozor de volver a las andadas o, por el contrario, como en su publicación anterior, el opúsculo invernal surgió por la insistencia de su editor, el poeta xalapeño Ángel José Fernández? Gracias a esta plaquette, una nueva generación, en la que me incluyo, conoció y apreció las virtudes de la excéntrica voz del cordobés, quien, durante su etapa de estudiante de Filosofía fue amigo de Alejandro Rossi, Sabines y Luisa Josefina Hernández.
Paradójicamente, el periodo más productivo de Rodríguez —¡qué feo se oye llamarlo así! Él, que, para nosotros, siempre fue únicamente Ramón— fueron las décadas de los noventa y los dos mil. Su bibliografía engrosó con la publicación de nuevas plaquettes: Old Fashion Blues, que tuve el honor de publicar en Graffiti (colección Literatura Menor, 1995), Juego de cartas (2001) y Fandango (2003), estas dos publicadas por el Instituto Literario de Veracruz en Xalapa. Para conmemorar sus 80 años, en 2005, publiqué Boleros nobles y sentimentales (Graffiti/Ivec), una recopilación orientada por la vena amorosa, seleccionada por Nina Crangle. He soslayado mencionar La navaja de Occam (Instituto Veracruzano de Cultura, 1998), más que una antología personal, la reunión en un solo tomo de los poemas que menos le disgustaban —a la manera de Charles Baudelaire en Las flores del mal o de Octavio Paz en Libertad bajo palabra—; y Desciendo al corazón de la noche (Instituto Veracruzano de Cultura, 2008) que, como reza el subtítulo, es su “obra reunida” más un apéndice con acercamientos críticos y entrevistas. Si excluimos compilaciones y antologías, se trata de un corpus discreto, y si nos ceñimos a la aprobada por él, la cual se reúne, con supresiones, reescritura y un reordenamiento, en Agenda del libertino (UV, 2011), apenas si suma más de ciento cincuenta páginas. Añádase que fueron ediciones que no circularon fuera del ámbito veracruzano y comprenderemos por qué Ramón Rodríguez continúa siendo el secreto mejor guardado de la poesía mexicana pese a la recepción entusiasta de un puñado de escritores que aquilataron sus valores más allá de las comarcas neblinosas: José de la Colina, Jorge Fernández Granados, Armando González Torres y Ernesto Herrera, entre otros.
El primer mérito y acaso el más importante en un poeta es la cualidad rítmica. Ramón tuvo el don de un oído educado. Sus versos revelan una singular concepción de la música verbal. Quizá por ello la delicadeza de sus endecasílabos, heptasílabos y alejandrinos, y sus combinaciones polirrítmicas evocan las églogas de Garcilaso, la orfebrería de Alí Chumacero, el discipulado de José Gorostiza y Juan Ramón Jiménez y el diestro manejo de Díaz Mirón para sortear los escollos del poema narrativo. La combinación para variar vocales y su inherente musicalidad se advierte incluso en aquellos versos que parecieran prosaicos:
Las piernas de Maga empiezan en el Cabo de Hornos
y terminan en la calle principal de Milwaukee
donde toda la gente se afana inútilmente
por hacer una cerveza mejor que la Dosequis
(“Té de manzanilla”)
Lector devoto de T. S. Eliot y los románticos ingleses, aprendió de ellos el dominio del verso blanco, que es el recurso más constante en sus composiciones de mayor aliento, como “Té de manzanilla”, “Preludio a la siesta de un gordo”, “Juego de cartas”, “Retrato del artista decrépito” y “El pozo”, “Roja y ardiente luna navegante”, entre otros más. Cultivó el soneto —es autor de, al menos, tres o cuatro sonetos memorables: —, la décima, la copla, las cuartetas y formas afines a los epigramas o los poemínimos —el influjo de Efraín Huerta es evidente, aunque, más que en los poemas breves, en las imágenes surrealistas de su primer libro—, entre ellas las “calaveras”.
Apasionado por la música, fue un entusiasta bailarín que disfrutaba del son cubano, la salsa y toda tropicalia. Sus amigos lo recordamos bailando en las pistas de cualquier lugar, fuera un cabaret, una cantina o un departamento con diestros pasos y ademanes jubilosos. Ese gozo vital se aprecia en su poesía. Varios títulos remiten a tipos de canción, más que a formas estróficas: “Old Fashion Blues”, “He caído en el fondo del blues” —que musicalizó Armando Lavalle—; “Petit blues”; “Latin Lover Tango”; “Boleros nobles y sentimentales”; “Prólogo a un vals”; y un pícaro son jarocho, “Por ti seré”, en el que recoge el lance de la tradición sotaventina y convierte a Lázaro Patricio —personaje popular de la versada jarocha— en un cornudo:
Lázaro Patricio, tu mujer está ojerosa
acostadita en su cama
parece tuberculosa.
(No es que yo la vea tan grave
pero en el mismo lugar
ella lucía bien carnosa).
Si el ejemplo de Langston Hughes le mostró un camino, el rock y el pop le revelaron otras sendas. A ese registro corresponden “Noema (voz de Ana Torroja)”, poema reminiscente del cancionero de Mecano aunque en clave filosófica, e “Instant Kafka”, que cifra a John Lennon en contubernio con Nicanor Parra cuyo remate es este dístico memorable: “el terror a la palabra / y la palabra del terror”.
Significativamente, entre el puñado de poemas que tradujo, se encuentra “Canción” de Ezra Pound. ¿Aprendió de él la lección de recuperar la cadencia musical sin ajustarse a moldes preestablecidos como prescriben los rétores y profesores? Lector en varias lenguas y conocedor de la lírica castellana, al igual que su maestro de Hailey, Idaho, adaptó a su rango vocal formatos tradicionales vinculados al canto, así las coplas, las cuartetas, los cantares y los romances. La alusión, la paráfrasis y la intertextualidad son frecuentes y es tal la naturalidad de su incorporación que a menudo pasan desapercibidas. Esta elección, al tiempo que reitera el talante y talento musical de Rodríguez, indica la tradición a la que aspira y actualiza, pues no es esta la que nos influye sino nosotros quienes la transformamos: la de los trovadores, aunque esta filiación sea rejega y llena de dudas, particularmente, con la tematización del amor y la preponderancia del “yo” en el discurso, tal lo declara en “Hermano trovador” (“han hostigado demasiado / al yo que tiempla tu negra lira”). A su vez, en uno de sus mejores poemas ““La mujer como idea, como deporte y como necesidad” incluye tres arquetipos femeninos para negar el platonismo y la devoción de la mujer. Memorable es el remate del tercer apartado, “Circe”:
Ahora que el Lic.
se ve tan feliz
babeando el tapiz
del sofá
vente conmigo a la cama m'ijo
pero tráete la botella de Appleton ¿no?
al cabo no tendrás que manejar la nave
hasta quién sabe a qué horas.
A quien juzgue estos versos una ocurrencia lo invito a escuchar los acentos. Ramón, como Pound, como los trovadores, comprendía que la poesía es más que el significado y que la música no depende de llenar odres viejos sino de encontrar musicalidad incluso en las palabras más comunes. Y por ello hay alusiones a la melodía y el ritmo de actos tan poco sublimes como comer. En el mencionado “Hermano trovador”, por ejemplo, se escucha un pieza para bar y comedor: “sembrado en el rumor / de copas y botellas/ florecerá tu melodioso cadáver / entre rítmicos responsos de cucharas”; y en “Preludio a la siesta de un gordo” —que indica fehacientemente el título al que parafrasea— escuchamos la melopea de los cubiertos:
HAY seres en el tiempo y el espacio
que somos dientes
molares incisivos
aun voraces caninos consecuentes
con la incipiente gracia
y la cadencia comedida
de los cuchillos y los tenedores.
Oh la tierna oquedad de las cucharas
hendiendo apenas la apacible sopa
un calumniado plato de lentejas
con pequeñas rodajas amarillas
de plátano cocido.
Rodríguez dialoga irónicamente con los tópicos del amor cortés —“Novia novísima Eloísa” reescribe la historia trágica de Abelardo y Eloísa, a la que, por cierto, Octavio Paz alude en Piedra de sol, en clave beisbolera—. La mofa, empero, apenas disimula que, en realidad, Ramón fue un poeta amoroso, a quien su inteligencia y la experiencia le convencieron de que toda relación está condenada a la destrucción y que la coincidencia es imposible por las transformaciones del tiempo. Dos poemas suyos modulan ese tópico, el más notable: “Juego de cartas”. Desde la melancolía —sentimiento que permea Ser de lejanías, epíteto que ambiguamente, remite tanto a Heidegger como a la amada ausente—, la confesión y, con mayor frecuencia, la ironía, el amor es la estrella polar que rige la navegación que es la poesía de Ramón, como atestiguó la antología ya mencionada de Boleros nobles y sentimentales:
Solo en la noche va el amante
serio silente desolado
fuere aguardado el caminante
no sería amante sería amado
(“Roja y ardiente luna navegante”)
Como en otros poetas afines —pienso en Gabriel Zaid, Eduardo Lizalde y Gerardo Deniz—, el desencanto en la redención amorosa y en los grandes temas —o en los grandes relatos, que dijera Lyotard, porque hay también una veta social, aunque subrepticia, en estas frases a ratos herméticas y hurañas a la interpretación— refrendó en el filosófico Rodríguez la desconfianza en el palabra y el papel del escritor. Particularmente notables por sus implicaciones filosóficas son los poemas “Eficacia de la rosa”, que es una lectura de las herramientas —¡nada menos que la reja del arado!— a la luz del Heidegger lector de Hölderlin y Van Gogh, y el que comienza con el verso “Un hombre está sentado en una silla”, que articula las posibilidades líricas del silogismo décadas antes de que se convirtiera en un tópico de la poesía contemporánea. Con astucia, ironía y la técnica depurada de un eficiente “matador de cucarachas” (“Retrato del artista decrépito”), Ramón perturbó los significantes; repárese en ese bellísimo endecasílabo: “Noviembre es un mes festival en todo el valle”, donde la permutación “festival” por “estival” cimbra el sentido; o este otro, “caminarás mirando la estrella solidaria” en la que una simple sustitución de consonante dentoalveolar convierte a la soledad en “solidaria”. Y si en uno de sus mejores poemas (“Noema”) recurrió a la rima para juguetonamente trastornar los valores de la moda y la modernidad (“los presocráticos ah los presocráticos / salmodian desde rostros enigmáticos”), sus creaciones finales pueden considerarse el testimonio de que, frente al fracaso del lenguaje, solo queda el silencio, o bien que, alcanzada la sabiduría, solo atinó a expresarla en versos lacónicos, reacios a toda concesión lírica, que recuerdan al Novalis de los fragmentos, y con ello corroborar que hay un pensar intransmisible mediante palabras. La voz de Ramón Rodríguez, a cien años de su natalicio y a más de diez de su desaparición física, continúa iluminando nuestra lírica:
Poesía
candil de oro de la calle
oscuridad de tu casa vacía.
AQ