Cultura

Una letanía contra la deshumanización

Entrevista

En ‘Tampoco yo soy un robot’, la poeta Amalia Iglesias Serna explora la fragilidad humana en una época marcada por la inteligencia artificial, el olvido de lo sagrado y la urgencia de un nuevo humanismo.

La poeta Amalia Iglesias Serna (Menaza, 1962) comenzó de niña a escribir y en 1984 ganó su primer premio en España, el Adonais, con su libro debut Un lugar para el fuego, galardón al que se han encadenado otros hasta recibir el pasado 7 de junio el XXI Premio de la Crítica Castilla y León en la Feria del Libro de Valladolid por su poemario Tampoco yo soy un robot (2024), editado por Vaso Roto, donde antes ya había publicado Sombras di-versas. Diecisiete poetas españolas actuales (1970-1991).

Esta antología, encargada a ella por la directora de Vaso Roto, Jeannette L. Clariond, da continuidad veinte años después a Ellas tienen la palabra. Dos décadas de poesía española, que editaron Noni Benegas y Jesús Munárriz en Hiperión, en 1997, que incluye una docena de poemas de Iglesias Serna, y responde a la postura de la poeta, filóloga y periodista cultural sobre la relevancia de estas autoras.

“Me gustó hacer esa selección porque responde a una idea que llevo años defendiendo de que lo mejor que ha sucedido en la poesía española desde la Generación del 27 es precisamente la irrupción de las poetas mujeres, en los años 80 y 90, con una fuerza desconocida y en un número increíble de poetas”.

Ejemplo de ellas es Iglesias Serna, quien conversa con Laberinto sobre su más reciente libro, que parte de preguntas como ¿qué significa hoy ser humano? y al que se desemboca tras acercarnos a su infancia.

Es verdad que desde muy pequeña quería ser escritora, no sé muy bien por qué, no tenía ningún modelo cercano. Entonces vivía en el campo. Éramos una familia humilde de labradores y en nuestras casas no había biblioteca, sólo misales religiosos que contenían oraciones y vidas de santos; quizás también algún recetario de cocina, un libro troquelado de Caperucita Roja, fascículos de la radionovela que mi madre escuchaba en la radio… Sí creo que debió de tener mucha importancia la narración oral, nos contaban muchas historias. Durante las tormentas, en la oscuridad de la noche, cuando nos quedábamos sin luz (que sucedía con frecuencia), mi madre ahuyentaba el miedo a los truenos y relámpagos y la oscuridad recordando historias de su infancia, o de la Guerra Civil, que tanto les había marcado, o viejas tradiciones. Y mi abuela nos enseñaba oraciones”, cuenta la intelectual castellana.

Es curioso que en su remembranza da cuenta de cómo en su infancia la literatura se encontró con la ciencia y la tecnología, temas y preocupaciones que explora en la poesía de Tampoco yo soy un robot.

“Teníamos, claro, los libros del colegio. Mi verdadera ‘Biblia’ literaria fueron aquellos manuales antológicos de lengua y literatura, que cada año contenían nuevos tesoros –Senda, se llamaban–, donde se recogían resúmenes de obras literarias, poemas, fragmentos de relatos, y yo los leía una y otra vez… También un día abrieron el teleclub y llegó al pueblo la primera televisión –nunca habíamos visto una antes–. Allí, una noche, a altas horas de la madrugada, estaba reunido todo el pueblo, unas veinte personas de todas las edades, para ver en directo la llegada del hombre a la luna. Y con aquella televisión en blanco y negro, que sólo tenía un canal, llegó también nuestra primera biblioteca, aquella famosa colección de RTVE de color verde para los libros de ensayo y naranja para los de ficción. Esa biblioteca fue una ventana al mundo y tal vez un semillero para escribir mis propios poemas”.

Refiere que aquella primera biblioteca completó en ella el ideal de vida de Cicerón de que para vivir bien sólo se necesita una biblioteca y un jardín. Una obsesión por la naturaleza presente en sus libros.

“Porque el jardín lo tuve desde siempre y creo que fue decisivo para sentir el impulso de escribir ese estar en medio de la naturaleza, en un mundo rural donde todo transcurría lentamente. Esa lentitud que hoy tanto nos falta. Y la observación de la naturaleza quizás fuera lo que me llevó a contar y cantar. La poesía es una necesidad de expresar la verdad y la belleza y una búsqueda de sentido a lo que somos y a lo que nos rodea. Quizás aquella soledad del campo estaba creando en mí la necesidad de hacerme preguntas, estaban las plantas, los animales, el ciclo de las estaciones, todo lo que merece ser cantado se ve con mayor nitidez en esa soledad. Esa misma soledad y esa misma lentitud quizás nos hace también ser más conscientes de mirar al interior de nosotros mismos, de hacernos preguntas que en medio de la vorágine y la velocidad o el exceso de ocupaciones no nos hacemos.

“¿Qué le lleva a una niña a preguntarse por el sentido del universo, por la vida de los seres más pequeños, o por el destino de las estrellas más lejanas? Tal vez tenga algo que ver con esa contemplación del cielo y de las pequeñas criaturas. Podía pasarme horas mirando el ir y venir de las hormigas o auscultando el cielo en busca de estrellas fugaces. Para mí entonces escribir significaba buscar ese sentido más profundo de las palabras, y buscarme a mí misma en ellas”, expone la poeta.

La poesía llegó a usted en su niñez ¿qué le hizo poeta?

Pienso ahora en la palabra ‘poeta’ y me parece demasiado grande como para afirmar que ya era poeta desde niña. Tampoco creo que alguien se haga poeta a fuerza de adquirir una técnica, como se puede hacer carpintera o cirujana; ni siquiera sé si eres poeta cuando llegas a publicar tu primer libro. Qué es ser poeta, qué es la poesía, siempre hay un misterio que queda por desvelar, que se resiste a ser definido, el resto de lo indecible. Sigo en esa búsqueda en la que las incertidumbres me ocupan más que las certezas y las preguntas más que las respuestas. He publicado más de diez libros, y aún estoy aprendiendo. Quizás porque la palabra ‘poeta’ se aplica hoy con demasiada ligereza, me produce mucho respeto y mucha humildad esa palabra; mi vocación es seguir interrogando al lenguaje.

Al explicar su poética hace ya casi 30 años en Ellas tienen la palabra, usted mencionaba que en sus primeros tres libros la reflexión sobre la escritura abundaba en ellos. ¿Cómo considera que ha ido cambiado su poética, su poesía, en términos estilísticos, temáticos y existenciales?

La reflexión sobre el propio sentido de la poesía siempre ha estado ahí. Precisamente como un intento de desvelar qué misterio encierra esa necesidad de expresar a través del lenguaje. La poesía es enigma, asombro, inquietud y lo sigue siendo en cada intento de descifrarlo. Después de tantos años la poesía me sigue atrayendo como un imán, las palabras magnetizan la existencia de sentidos nuevos, desvelan zonas de nosotros mismos que no conocíamos. Pero permanecen las obsesiones iniciales, –cada escritor tiene las suyas, que son la columna vertebral de su escritura–. En mi caso: el lugar de la infancia como espacio mítico al que volver, la naturaleza como privilegio y refugio; la necesidad de enraizar en el origen para entender el futuro; la escritura como acompañamiento, como consolación, como exploración de la conciencia; la razón poética y la revelación, el respeto a lo sagrado y la dignificación de lo humano; el amor, siempre, como salvación; la certeza de la muerte… Y esos hilos invisibles que nos conectan con los otros.

En realidad, como decía Borges, los temas de la poesía se concentran en tres o cuatro perplejidades clásicas: el amor, la muerte, el paso del tiempo… La forma de conjugar esas perplejidades en cada momento depende de muchas variables. En mi caso, a lo largo de los últimos cuarenta años, desde que publiqué mi primer libro, cada nueva entrega es un intento de entrar en ese laberinto que es la existencia, y nunca es el mismo recorrido, aunque utilice los mismos pies, el laberinto es el mismo, pero la mirada y la candencia de mis pasos quizás va cambiando en función de lo que sucede a mi alrededor. Por ejemplo, se ve, creo, en este último libro, Tampoco yo soy un robot, por un lado, es mucho más introspectivo en la utilización de las imágenes, más ambicioso y arriesgado en sus metáforas, con mayor presencia del subconsciente y del inconsciente, pero también, paradójicamente, más condicionado por los acontecimientos que estamos viviendo que otros libros anteriores.

Tampoco yo soy un robot parte con una “Letanía” (una palabra que encierra la paradoja de cambio y de permanencia o repetición), que asume con la repetición de la frase latina “Omnia vertuntur”, todo cambia. Incluso cierra su libro con otra suerte de letanía en “Réquiem”, una palabra o concepto que implica también cambio. ¿Por qué el leit motiv del cambio en su libro?

Aunque resulte una contradicción, (la poesía está llena de paradojas) ese movimiento que parece propiciar el cambio hacia el futuro (el Omnia vertuntur de Propercio, el gran poeta elegiaco latino), en este contexto yo lo traduciría mejor como ‘Todo gira’, va y vuelve, sugiere una ‘rotación’, un ‘dar la vuelta’, ‘retornar’, reivindicando también en cierta medida esa necesidad de volver sobre nuestros pasos para recuperar aquello esencial que perdimos por el camino, los valores que nos identifican y nos sostienen, todo lo que debe permanecer para seguir reconociéndonos en esos inevitables y veloces cambios que nuestra realidad actual nos impone (es una cuestión antigua que ya se plantearon los presocráticos, Heráclito y Parménides, pero que ahora, a la velocidad de nuestro mundo recobra nuevos significados). Debemos ser capaces de preservar, de hacer que permanezca aquello que forma parte de nuestra identidad, lo mejor que nos ha ido conformando como humanos, pero también saber cambiar para corregir, el cambio es necesario para avanzar hacia lo mejor (de nuevo la paradoja).

Vertuntur es la tercera persona del plural del presente de indicativo del verbo latino verto (‘volver’, ‘girar’). Curiosamente de esa misma raíz proviene la palabra verso (‘vuelta’, ‘giro’). Una asociación que me interesa mucho por ser, además, un término unido a la tierra, a la agricultura (‘cultura’ también viene de ‘cultivar’), así mismo ‘verso’ deriva de versus (verto) e inicialmente se aplicaba a los surcos, a ese movimiento que hacía el labrador de dar la vuelta y regresar haciendo otro surco. Ese movimiento repetido era el que a mí me interesaba, es la forma de construir los versos como si se hicieran surcos en la página. Y, figuradamente, el giro repetitivo, reforzado por esa letanía, arrastra un sentido espiritual, y tiene una función de mantra, de fetiche, de oración laica que abra camino a la esperanza. Y el “No robot” del “Réquiem” final es también en cierto sentido un ritual de exorcización, de canto para ahuyentar el mal que está destruyendo a nuestra tribu y esto, de algún modo conectaría, con mi libro anterior Tótem espantapájaros.

Por supuesto, todo esto son reflexiones posteriores a la escritura del libro, en mi caso no hay una reflexión teórica previa que proyecte el libro antes de escribirlo. Cuando escribo es el verso el que me conduce sin saber a dónde me llevará. Estas reflexiones se plantean a posteriori como un intento de interpretación en las que influyen también las diferentes lecturas que realizan los críticos o los lectores, o que se te plantean en entrevistas como ésta. En ese sentido un libro lo hacen sus lectores, a través de las distintas interpretaciones que le van sumando; quizás entonces no importa tanto lo que yo he querido decir como lo que el lector ha sabido ver en el libro.

¿Qué papel debe asumir la poeta o el poeta frente al cambio, de testigo, de profeta, visionario, o de motor de ese cambio?

En continuidad con lo que acabo de decir, quizás el verdadero papel del poeta o de la poeta sólo sea el de llegar a ser un espejo de la conciencia del lector, una forma de hacer que se asome a su propio interior, se sienta reflejado, cuando el poema ilumina algo esencial en su existencia, algo que le conmueve. Cuando siente que ese poema está hablando de él, de sus emociones, de sus sentimientos. Al escribir, por supuesto, estoy reflejando mi conciencia, mi mirada, mis vivencias, mis emociones y sentimientos… pero en realidad no me interesa contarle al lector mi vida, sino que el lector sea capaz de encontrarse a sí mismo en esos versos. Para mí ese sería el poema logrado. Y ahí creo que, además del contenido, tiene mucha importancia la forma de trabajar con el lenguaje, que a veces puede ser una caricia y a veces un calambrazo, un “escalofrío metafísico o un deslumbramiento en defensa del fervor” que decía Adam Zagajewski.

Como Propercio ¿concibió Tampoco yo soy un robot en su conjunto como una elegía? ¿A qué? ¿Por quién es el lamento, por el humano o por su contexto; por su historia o por su presente?

Efectivamente, no es que lo concibiera así, es que salió así, como decía, sin un plan previo. No sé si Munch proyectó su Grito antes de pintarlo, ni Ginsberg su Aullido antes de escribirlo. No sé si Goya proyectó sus Pinturas negras o Los desastres, ni sé si Kafka planificó el relato de La metamorfosis, no sé si Picasso sabía cómo iba a ser el Guernica antes de pintarlo, pero todos ellos, como tantos otros creadores, estaban haciendo una elegía por su tiempo en esas obras, mostrando un malestar, un réquiem por su tiempo. Salvando las distancias (no me estoy comparando con ellos) Tampoco yo soy un robot quiere ser, en cierto sentido, un lamento, un pianto, una elegía por el mundo que estamos viendo cómo se clausura ante nuestros ojos, a las puertas del apocalipsis cotidiano, esa atmósfera ante el anuncio diario del colapso de nuestra civilización, la pérdida de los valores que nos sustentaron durante siglos, la muerte de las utopías canceladas por el capitalismo caníbal, la indiferencia de los poderes públicos frente al genocidio, la amenaza de una tecnología descontrolada, la normalización de la mentira o la barbarie. Un lamento, efectivamente, frente a la deshumanización rampante y la demolición de los valores en los que nos sustentábamos, empezando por el incumplimiento de los derechos humanos. Lo que planteo no es tanto el hecho de que los robots puedan llegar a controlarnos o sustituirnos como el pensar hasta qué punto nosotros mismos nos estamos robotizando, insensibilizando.

Pero el libro quiere ser también catarsis, letanía, mantra y conjuro. Apostar por la defensa de un nuevo humanismo no antropocéntrico, que respete a la naturaleza y sus criaturas, capaz de integrar los grandes logros de nuestro tiempo con el conocimiento acumulado, un humanismo en el que avanzar no suponga destruir, que incorpore la “razón poética” que diría María Zambrano, o como decía Novalis: “la poesía cura las heridas de la razón”, frente a ese “sueño de la razón que produce monstruos”. Necesitamos un humanismo que no borre el pasado y los valores de la cultura, aquello que habíamos pactado como “lo bueno y lo bello que cantaban los sabios”, “la utilidad de lo inútil” que decía Nucio Ordine. Una defensa del conocimiento frente a la banalización y la voracidad ignorante en este nuestro tiempo, de un mundo sin rumbo, como muy bien apuntó Umberto Eco en su último libro, De la estupidez a la locura, publicado en 2016, en el que ya denunciaba los males que nos asolan: la crisis de las ideologías, el consumismo, la infoxicación, la “invasión de los idiotas” y la desaparición de los intelectuales.

‘Tampoco yo soy un robot’, libro de Amalia Iglesias
Portada de ‘Tampoco yo soy un robot’. (Vaso Roto)

Al arrancar con una letanía y cerrar con un réquiem me recordó un velorio, una misa de difuntos (réquiem). ¿A quién estaríamos velando? (Al finalizar el libro pensé en una pintura terrible de un artista mexicano, Francisco Goitia, que se llama Tata Jesús, donde unas indígenas están velando a un muerto, que no aparece en el cuadro. Uno mira el cuadro, que es muy impresionante, y le da la sensación al final que el muerto velado es uno, el espectador).

No conocía esa pintura de Goitia, pero al verla ahora, efectivamente, la relaciono con eso que te decía antes del poema que quiere ser un espejo para el lector, una llamada de atención que le hace protagonista del cuadro o del libro. La deshumanización es algo que afecta a cada uno de nosotros que somos parte de lo humano. Me está recordando también aquel verso de John Donne, que encabezaba la famosa novela de Hemingway Por quién doblan las campanas. El poema de John Donne acababa así: “Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta, / porque me encuentro unido a toda la humanidad; / por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; están doblando por ti”.

Me ha hecho recordar también los velorios a los que me llevaba mi abuela siendo yo muy pequeña, yo nunca llegaba a ver al muerto, veía sólo esos rostros desencajados por el llanto. Esa fue mi primera imagen de la muerte, sin muerto. Recuerdo estar muchas horas sentada en el zaguán de una escalera, de frente, unas que subían y otras que bajaban, pero que en mi recuerdo se confunden con las escaleras de Escher y muchos pies que van y vienen en distintas direcciones. La muerte fue durante mucho tiempo para mí ese revuelo de pies y de escaleras. También escuchaba entonces las campanas, con aquella cadencia lenta y prolongada, cuyo sonido parecía soplar sobre el silencio casi hasta quedarse sin aire.

¿Su libro asume una postura religiosa con esos conceptos de letanía y réquiem?

Espiritual más que religiosa, diría yo. Pero es verdad que lo religioso está muy presente en mi biografía y ha podido tener su influencia. Como ya he contado en otro lugar, tuve una abuela muy religiosa, católica, que hizo una promesa a la Virgen del Carmen de vestir toda su vida el hábito del Carmelo si mi abuelo (que estaba en el bando republicano cuando fue preso y condenado a trabajos forzados) regresaba vivo de la guerra. Y así lo hizo cuando regresó, fue toda su vida algo así como una monja seglar. Cuando yo tenía 4 años vivía con ellos y cada día, cuando rezaba su rosario en latín y en voz alta, al llegar a la letanía yo le hacía la réplica del Ora pro nobis, así un día y otro día. Mi madre heredó los santos del altar de mi abuela y su devoción religiosa. Es probable que parte de la espiritualidad que habite en mí sea genética.

En estos momentos sociales y políticos en el mundo, donde el género es un manifiesto, ¿por qué en el título optó por lo masculino? Me refiero a que es Tampoco yo soy un robot y no “Tampoco yo soy una robot”.

El libro parte precisamente de esa inquietud primera que me genera que un robot me pregunte si yo también lo soy. El algoritmo es una máquina sin género que ignora también mi género, sólo quiere saber si soy un ente humano. Como dice Juan Villoro en No soy un robot: “Somos la primera generación que tenemos que probar que no somos robots”. En el título es importante su valor polisémico: por un lado, ese ‘tampoco’ aporta una información significativa: “existen otros muchos, como yo, que tampoco son robots”, es decir, constata que todavía somos mayoría los humanos, y se refiere tanto a hombres como a mujeres. Otra información, quizás más coloquial muestra el “Tampoco es que yo sea precisamente un robot”, es decir, ‘no soy una máquina y puedo cometer errores, equivocarme, reconocer que tengo límites y soy vulnerable. El famoso ‘fallo humano’. Reconocer que fallamos puede ser el principio de empezar a subsanar nuestros errores. Como dice Nucio Ordine: “Sólo la humildad de considerarse falibles, sólo la conciencia de estar expuestos al riesgo de error puede permitirnos concebir un auténtico encuentro con los otros, con quienes piensan de manera distinta que nosotros”.

Y el título Tampoco yo soy un robot contiene también una tercera derivada: indica y reivindica que ha sido escrito por una mano humana, por una voz humana, desde las tripas humanas, desde la conciencia humana y desde la moral humana. Es una forma de posicionarme explícitamente contra el uso de la inteligencia artificial en la creación. Estoy profundamente preocupada por el uso que se está haciendo de esas mal llamadas ‘inteligencias’ en la creación en general, en el arte y en la poesía en particular.

Con respecto al género, ya que lo plantea, hay algo que me preocupa también especialmente en relación con las nuevas tecnologías y el uso de la inteligencia artificial: si usted se fija, casi todos los algoritmos, los asistentes de IA tienen nombre de mujer y voces femeninas (Sophia, Alexa, Siri, Clara, Cortana, Evi…). Su imagen física, cuando la tienen, suele ser lo que se conoce como una ginoide un prototipo hiperrealista, que reproduce todos los tópicos sexistas (figura erotizada, imágenes de mujer ideal ‘concebidas’ por mentes masculinas). Ya en 2019 la ONU advirtió del peligro de esa identificación de las asistentes femeninas virtuales como complacientes y sumisas servidoras casi serviles en su papel de perfectas cuidadoras, secretarias o enfermeras, asistentes para todo. Un papel que, según la ONU, estaría perpetuando los viejos clichés sexistas.

Robot, en la jerga de la ciencia ficción y la tecnología, tiene una connotación precisa, que va de la mayor inteligencia y servicio a la humanidad hasta el mayor terror. Sin embargo, es una palabra de uso común en las lenguas eslavas, que implica conceptos sociales como trabajador, trabajo, trabajar. ¿De qué manera repercute en su libro la etimología de esta palabra tan cotidiana hoy en las lenguas occidentales, que justo procede de otra lengua y que se convierte también en una metáfora social, de otro tipo de esclavitud contemporánea, de renuncia a ser humano (gracias a la imaginación de los hermanos Čapek)?

Ciertamente, el robot en la ciencia ficción tiene ya una larga trayectoria y muchas connotaciones, que siempre se han movido entre esos extremos interpretativos como aliado para progresar o como amenaza: desde los hermanos Čapek, Asimov, J. G. Ballard, Aldoux Huxley…, hasta la actualidad en autores como Jeannette Winterson o Enrique Vila-Matas, del que acabo de leer Canon de cámara oscura, protagonizada por un androide. Los “autómatas” vienen desde lejos, habría que remontarse a los griegos (el Talos que protegía a la Creta minoica, por ejemplo, o algún prototipo de Leonardo), pero ahora tiene otras connotaciones añadidas. En mi libro, más que un miedo a que los robots nos colonicen de alguna forma, está la preocupación de que nosotros mismos nos estemos robotizando. En poesía no ha sido tan frecuente esta preocupación por lo tecnológico y su influencia en nuestra forma de estar en el mundo y en nuestras emociones y pensamientos. El libro está dedicado a la poeta Julia Piera, que ya en 2006, en su libro poético pionero, Conversaciones con Mary Shelley se preguntaba “qué significa ser humano en este mundo distópico”. Se establece de alguna forma un diálogo con este libro como precedente inmediato, en una problemática que no hace sino acentuarse cada día más con la inteligencia artificial y los algoritmos que controlan y condicionan nuestras vidas. Sólo hay que ver a nuestros jóvenes abducidos y con la cabeza inclinada sobre una pantalla, bueno y a los no tan jóvenes, con la mirada puesta en una pantalla y cada vez más ignorantes de la realidad. Los androides ganan inteligencia mientras nosotros la perdemos.

¿Cómo llegó a entrar la ciencia y la tecnología, su jerga o lenguaje, como preocupación poética en su obra? Ya en “Cavar una fosa”, de Dados y dudas, hay palabras como teletipo, internet, hiperespacio. ¿Fue este poema un antecedente de Tampoco yo soy un robot, con el que comparte, además, el pesimismo?

Somos hijos de nuestro tiempo y de todos los tiempos y es verdad que el lenguaje científico arrastra también connotaciones muchas veces poéticas, y grandes intuiciones que han sido decisivas para el progreso y para mejorar nuestras vidas. Basta leer a los presocráticos para ver que ya ahí ciencia y poesía estaban estrechamente unidas. No tengo que recordar tampoco la cantidad de inventos, todos, que han hecho nuestra vidas más vivibles. Me encanta la ciencia y las palabras que la nombran, muchas veces verdaderas metáforas de lo enigmático, las que nos abren nuevos mundos (agujeros negros, entropía, vórtice, relatividad). También he seguido a autores como el premio Nobel Roald Hoffmann (a quien tuve el honor de presentar su libro de poemas Catalista hace unos años en la Residencia de Estudiantes), a Clara Janés o a Francisco García Olmedo en los que ciencia y poesía dialogan constantemente. Tanto la ciencia como la tecnología son necesarias para el progreso de la humanidad. Pensemos en los avances que la tecnología está aportando, por ejemplo, a la medicina. Tampoco yo soy un robot no es un libro contra la ciencia o la tecnología por sí mismas, el pesimismo viene por el uso sin control que se hace de ellas desde el capitalismo salvaje, el mercado no tiene corazón. La ciencia puede servir para curar o para crear la bomba atómica, la tecnología puede servir para hacernos más inteligentes o para idiotizarnos.

También regresa al concepto del viaje, el cambio, y la permanencia, el regreso, con Ulises e Ítaca. ¿Qué papel juega el viaje en su obra como poeta y en Tampoco yo soy un robot?

Marguerite Yourcenar, que era una gran viajera, dejó sin terminar su libro Una vuelta por mi cárcel, en el que comentaba algunos de los hitos de sus recorridos por el mundo, Japón, Estados Unidos, las maravillas de cada lugar, pero en el título resumía la condición humana. No soy una gran viajera, pero cada ocasión de asomarse a otros horizontes creo que te hace ver hasta qué punto estamos conectados y somos una sola humanidad, y tenemos, a pesar de la riquísima diversidad cultural, las mismas preocupaciones esenciales. Nuestro planeta es nuestra cárcel. Viajar te humaniza y también te hace ver lo pequeños que somos en el universo y (otra paradoja) los grandes logros que nuestro mundo aloja. No sé si en este libro el viaje tiene un papel tanto de experiencia placentera, como de huida necesaria: en mi retina estaban esos desplazamientos de población, los nómadas climáticos, los que viajan en busca de una vida mejor y pierden su vida en los mares y las fronteras; los que huyen por razones económicas o políticas, esa errancia involuntaria sin lugar a dónde ir.

Desde los epígrafes usted formula muchas preguntas a lo largo de su libro, quizás la más fuerte es la expuesta a través del epígrafe de Julia Piera sobre Conversaciones con Mary Shelley, que está latente a lo largo de todo el libro ¿Halló la respuesta en su poesía sobre “qué significa ser humano en este mundo distópico” o, como en “Inteligencia emocional” es más saludable no encontrar esa respuesta?

Como ya dije, es un libro de preguntas más que de respuestas, no pretende dar soluciones, sino remover conciencias. Kafka escribió que “un libro ha de ser un hacha para el mar congelado en nosotros”. “Redoble de conciencia”, que diría Blas de Otero. La poesía no es un vademécum de remedios, pero sí puede ser catarsis, compañía, puede remover el sentimiento crítico, o simplemente reconciliarnos con nosotros mismos, o mostrarnos el misterio de la belleza.

¿Hay que oponer la inteligencia emocional a la inteligencia artificial o en algún momento podrán convivir?

El pasado 8 de marzo Noam Chomsky escribía en The New York Times: “La mente humana no es como ChatGPT y sus semejantes, una máquina estadística y glotona de cientos de terabytes de datos en pos de obtener la respuesta más plausible a una conversación o la más probable a una pregunta científica. Por el contrario, la mente humana es un sistema sorprendentemente eficiente y elegante que opera con una cantidad limitada de información. No trata de lesionar correlaciones a partir de datos, sino que intenta crear explicaciones. [... ] Dejemos de llamarla entonces ‘inteligencia artificial’ y llamémosla por lo que es y hace: un software de plagio, ya que No crea nada, sino que copia obras existentes, de artistas existentes, alterándolas lo suficiente como para escapar de las leyes de derechos de autor. ¡Se trata del mayor robo de propiedad intelectual que se registre desde que los colonos europeos llegaron a tierras nativas americanas!”. No conozco una respuesta mejor.

¿Cómo se gestó “Tardígrados en el Mar de la Serenidad”? A amigos míos les pareció muy pesimista; a mí, el poema más esperanzador de su libro.

El poema se gestó durante un verano en el que conocí la existencia de los tardígrados, leí un artículo sobre su capacidad de sobrevivir en condiciones extremas. También tuve noticia de aquellas salpas transparentes que invadían las playas y la belleza de un pez haciendo mandalas con su boca y su cola en el fondo del mar. Tomé consciencia de la cantidad de criaturas que viven a nuestro lado y que no conocemos, quizás ese nuevo humanismo pasa también por una nueva forma de relacionarnos con la naturaleza. Y esos animales prodigiosos me recordaron a aquellos seres que aparecían en las obras de los clásicos griegos, en Heródoto, en Lucrecio, en Claudio Eliano. No creo que sea un poema pesimista. Tampoco puedo explicar el significado completo del poema. No todos los poemas tienen una explicación. Tal vez su significado sea la impresión que provoca en el lector al leerlo.

Otro de los poemas que compartí, “Universos paralelos”, me recordó mucho “Simpatía por el diablo”, la canción de The Rolling Stones. Algún amigo pensó en el Pierre Menard borgiano, quizás por la omnipresencia, no supo explicarme muy bien, pero me gustó hacia dónde, hacia qué lo llevó su poema. ¿Quién es esa voz de todos esos “Universos paralelos”? ¿Qué es esa voz?

Seguramente tiene más que ver con el Pierre Menard borgiano que con la canción de los Rolling que habré escuchado un montón de veces pero cuyo significado no conocía porque no hablo inglés. Pero no pensé en eso cuando lo escribí. Todos somos esa voz. El poema trata de reflejar hasta que punto todos somos uno, formamos parte del mismo organismo que se llama humanidad, como antes apuntaba. Es como una alucinación sin tiempo y sin espacio. Nuestra mente funciona un poco así, en ella convive ese conocimiento acumulado de siglos, a veces sin un orden preciso o simultáneamente. También a veces nos ponemos en el lugar del otro, se produce esa identificación o empatía. Esa voz es el universo como un organismo vivo, como si todas las voces fuéramos la misma voz, acaso células de ese mismo organismo, en un lugar que es este poema donde todos los espacios y los tiempos son de alguna forma el mismo espacio y el mismo tiempo.

Si tampoco usted es un robot, ¿quién es en este momento Amalia Iglesias Serna?

Un ser humano vulnerable.

AQ

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